PORTISHEAD. Barcelona, 22-06-2012.



Paseo por el amor y la muerte.

Es posible que existan otras bandas en el mundo, otras formaciones con calidad, carisma y un puñado de canciones memorables; tal vez haya otros grupos igual de buenos, importantes e impresionantes en directo, pero durante la hora y media que duró su concierto del viernes, y hasta pasadas varias horas, solo pude pensar que Portishead son total y absolutamente únicos; los mejores, incomparables. 3 discos desde 1994, una rara avis en los escenarios: una de las bandas de culto por excelencia de nuestra generación. Los de Bristol se presentaban dos noches en Barcelona, en el privilegiado emplazamiento del Poble Espanyol, con una pléyade de teloneros y dos post-conciertos muy suculentos en Razzmatazz. Pero solo existieron ellos, antes, durante, y después de su inconmensurable concierto.

De los 3 teloneros lo más reseñable fue el hecho de que tan solo una pequeña minoría del público esperaba algo de ellos, puede que erróneamente. No importó que fueran bandas elegidas por los propios Portishead: reinó durante toda la tarde un denso ambiente de espera ciertamente inhibidor. Los barceloneses Cuchillo abrieron el festival bregando con el sol, como si esa fuera su rutina habitual: su música es el bailoteo que produce la calima, cuando el astro rey está en su cénit; un folk fílmico, hipnótico y cargado de momentos de bella evasión acústica. Thought Forms, a continuación, logró deprimirnos a todos: su tormentoso shoegaze, formado a partir de una montaña de graves, casi consiguió bajar las persianas de la noche antes de tiempo. Las luces y las sombras se sucedieron en el Poble Espanyol, y tras ellos, la calma del pacífico discurso de King Creosote y Jon Hopkins: guitarra y voz de cantautor, acompañado de piano y acordeón. Su versión de Song Of The Sirens, lo mejor del recital.

El problema de concebir un festival al rededor de la figura imponente de un grupo como Portishead, es que nada podría estar jamás a su altura. El sampler en portugués con el que rompieron, en 2008, nada menos que diez años de silencio, arrancó puntual colmando la enorme expectación acumulada. Silence, con la doble percusión y la voz lúgubre de Gibbons, anunciaba un concierto plagado de sombras malagüeras, melancolías y dolores, fermentados y curados como el buen vino. Hunter y Nylon Smile confirmaron la tendencia. Los de Bristol reproducían en orden su último trabajo, Third, postulando su mensaje claro y sin anestesia, un mensaje que se ha endurecido y oscurecido tras aquella década: la esperanza parece haberse consumido en Portishead, los sueños cumplidos se han desvanecido, y la luz de media altura que siempre habían exhibido, elegante y sofisticada, parece haberse disipado entre las tinieblas, formando grotescas figura y elementos sonoros. Barroco al servicio de la desesperanza.

La portentosa voz de Gibbons se mantiene igual que hace veinte años: profunda y tremendamente expresiva, sigue siendo el termómetro del corazón y el alma del sonido de la banda. Translúcida y profética, la madre indiscutible del trip-hop de pura cepa no pudo evitar marcar con el mismo acento sombrío que ya anunciaba en el Third, clásicos del tamaño de Mysterons o Sour Times, cuando empezó a intercalar aquél con temas del Dummy. Es inexplicable cómo su voz, aún resultando idéntica, puede llegar a contener todos y cada uno de los años que han pasado por su vida. Tal vez lo maravilloso del trabajo de Portishead, de su vuelta tras diez años de silencio, y de lo que son ahora capaces de hacer en directo, resida en esa mezcla de clasicismo y funesta modernidad, que parece que mira al futuro con rechazo y vencimiento; pero el anclaje en los tiempos que ya se fueron resulta frágil y desamparado, como la imagen de Beth, agarrada siempre al micro, incapaz de mantener la mirada fija hacia adelante.

Tras dos clasicazos del Dummy, el concierto entró en la épica romántica del derrotismo con Magic Door, y a partir de ahí, abandonamos lo real. Gibbons, que se desdobla en su propia voz, se rompió y acabó el calentamiento: se ofrecía como mano y guía a quien quisiera acompañarla al interior de sus propios infiernos. Siempre he pensado que para ella la música ha de ser una suerte de purgatorio, una eterna confesión dolorosa, pero para el público que asiste a sus conciertos, la experiencia resulta un auténtico paseo celestial. El concierto había entrado en una fase no terrenal, cuando la banda se redujo al trío original para interpretar Wandering Star, desnuda y minimalizada. Elegantemente vencida, y llenando la totalidad del recinto, enorme en el tendido, Beth Gibbons nos conducía por las ruinas de la dignidad humana, ofreciéndonos su mano en consuelo, y su voz como manto para dormir hasta un mañana que, de seguro, será aún peor.

La oscuridad se cierne sobre Portishead desde hace un tiempo, pero son tinieblas catedralicias, de esas en las que se atisba, tras mares y océanos de dudas y preguntas ancestrales, algunas de las respuestas que, en el fondo, no son más que un bálsamo. Machine Gun es, quizá, la más contundente de todas, y tal vez por eso se acompañó de imágenes de represión del movimiento 15M. El atractivo fatalista de Portishead no es una novedad, pero sorprende ver lo bien que engarzan tres décadas, dos generaciones, sociológica y musicalmente hablando. Over, Glory Box y Cowboys, encadenadas hacia el final de repertorio, se habían envenenado ya con el aire podrido que respiramos hoy en día: clásicos que de tan vivos que están aún, enferman con nuestros propios males.

Reservaron para el bis uno de los momentos más esperados y admirados: la interpretación de Roads. Gibbons ha logrado con ello estandarizar la liturgia de la sencillez, de la sensibilidad y de la sinceridad frente a un micro. Transmite un extraña paz, residente entre la vida y la muerte, tan intensa que parece la rendición definitiva de un corazón malherido. Eterna y sublime, su voz llegó hasta lugares del interior de mi cuerpo que ni siquiera conocía, y tengo la firme certeza de que mi conato de lágrima no fue el único. Uno de los momentos musicales más bonitos del año, hasta ahora, y de mi vida entera.

Y como solo ellos podían romper el hechizo en que se encontraba el público, acabaron el concierto con la insistencia abrasiva de We Carry On, que sonó a modo de despertador. Gibbons aprovechó para bajar al foso y saludar, uno a uno, a todos los que se acercaron a la primera fila.

Comienza una nueva era, los viejos valores, modelos y modales caducan a ritmos forzados, y el clasicismo parece ya una fuente lejana de inspiración y baremo. Portishead han sabido mejor que nadie adaptarse, actualizarse y volver a innovar; a anticipar e inaugurar fórmulas y variantes musicales, basadas en el instrumental, la electrónica, y toneladas de talento y estilo puro. Aunque parezca que lo hagan a regañadientes, como peleados con el presente, lúgubre y sombrío. Por fortuna, a los mortales, siempre nos quedarán los conciertos sublimes como este como escapatoria de los largos días de oscuridad que la humanidad está viviendo.

P.D: Fuentes no del todo ebrias afirmaban que el batería extra que llevaban, una bestia técnica que parecía el innato ritmo de Portishead, era el que había grabado con Radiohead su último disco. Espero confirmarlo en unas semanas...

P.D: Geoff Barrow en una máquina de hacer música.

Fotos de Pablo Luna Chao.

ST. VINCENT. Barcelona, 20-06-2012.



El diablillo de Annie.

Esta semana van a pasar por Barcelona dos iconos musicales femeninos de contrastada tradición, y uno que está naciendo: por una parte la reina del pop comercial, Madonna; por otra, la madre y dueña del trip-hop, Beth Gibbons, cerebro de Portishead; y por otra, Annie Clark, cantante, guitarrista y líder de St. Vincent. Ésta última, tras su exitoso paso por la edición más reciente del Primavera Club, allá por noviembre, actuará también en Madrid en el festival del Día de la Música de Heineken. Y a partir de entonces ya será imposible mantenerlo en secreto: Annie Clark es la bomba, y siempre estará a punto de estallar.

Anoche en la Sala Apolo, ante un reducido pero entregado público acalorado, St. Vincent despertó más de un ánimo del abotargamiento propio de un verano precoz. Porque la banda es una batería correcta y compacta, un moog disparatado pero selecto, un teclado de extraño glamour y, sobre todo, una fiera con guitarra y voz entre manos. Clark atrae y lo abarca todo: es un imán para las miradas y el prisma por el cual pasa todo sonido que exprese la banda. Traduce, con su cuerpo fino y estilizado, la perfecta conjunción del rock más canalla y sucio, del pop más purpúreo y femenino, y de la electrónica más simple y efectista. Pero además, con su presencia, energética y explosiva, y la seriedad con que planta su figura en el escenario e interpreta sus canciones, logra un efecto deslumbrante, musical y visualmente.

La tejana segrega un poderoso atractivo ambivalente: inocente y salvaje al mismo tiempo. Anoche reinó claramente, victorioso sobre su hombro izquierdo, el diablillo de Annie, y perpetró un setlist con una sola tregua, Champagne Year, hacia la mitad del recital. Si en algo recuerda esta chica a los primeros años de PJ Harvey, a parte de en la voz, es en esa característica bipolaridad controlada y fértil, que hace que sea capaz de componer orfebrerías arboladas como Surgeon, y hacer que suenen, precisamente, justo antes de la tregua. Sorprendente y brillante en todos sus actos, en sus pasitos de geisha robótica hacia adelante y hacia atrás, en los espasmos de su cuerpo, más allá de esas largas piernas de pluma, y en todas y cada una de las distorsiones que manejaba con pies y manos, y que rasgaba con uñas y dientes.

No tiene aún 30 años, pero va camino de convertirse en una personalidad musical de referencia y primer orden, si no lo es ya. El carácter que imprime a sus temas es como un sello de garantía de propiedad, personal e intransferible, que se manifiesta en directo con una base instrumental necesaria, que sirve de colchoneta donde la tejana, en efecto, lleva a cabo sus saltos, piruetas y mortales, como guitarrista y como intérprete. Annie Clark, y St. Vincent por extensión, deben mucho al rock sucio y ruidoso derivado del punk que se escuchaba en los ’90, pero con la destreza y la firmeza propias de una domadora ágil de leones, la norteamericana ha bordado acabados de punto y estampados, en los bordes espinosos de sus propias melodías. Veneno y antídoto, en una misma copa.

Fue un directo potente, sugerente, sexy y carnal, como es ella. Se hizo su voluntad, y entre las durezas de su pop-rock estridente y agudo, fue confesando una a una sus intimidades y sus propias tentaciones. Se vació. No dejó nada en la recámara, y prácticamente nos tocó entero su último trabajo, Strange Mercy. Hay quien la tocó a ella, además, ya que antes de la pausa para el bis, entre la versión del tema de The Pop Group, She Is Beyond Good And Evil, y el recientemente editado track Krokodil, Annie se tiró al público (en sentido no del todo literal). Llegó a cantar totalmente erguida, agarrada de los tobillos por el público, elevada y reverenciada como la nueva diosa que se aloja en el Olimpo.

No sé dónde los mete, pero esta chica tan finita se zampa los escenarios. Allí arriba transforma esa carita de buena chica, mansa y sencilla, en un semblante y una pose de fiereza, garra y ahínco, con arranques igualmente intensos de dulzura y contracción. Anoche cabía, y muy bien, su sonido en la Sala Apolo; también su público, por desgracia, que no la llenó. Pero ella no cabía ni de lejos: como Daryl Hannah en Attack of the 50 Ft. Woman, Annie Clark sobresalía de las instalaciones, y quedaron los asistentes en las primeras filas, a los pies de unas quilométricas piernas que no parecían tener fin. Solo que desde la cima de su grandeza, delicada y estirada, salían chispazos punzantes de pop-rock refinado y erizado. 

Fotos de Pablo Luna Chao.


También disponible en Alta Fidelidad.

OPTIMUS PRIMAVERA SOUND. Porto. Día 3



OPS2012. Día 3: Siskiyou, Spiritualized, I Break Horses, Dirty Three, The Weeknd, Washed Out, The XX y John Talabot.

El sábado amaneció frío y gris, con una llovizna fina pero constante de esas que te empapan sin que te des cuenta. Auguraba una tarde noche complicada, incómoda y con mucho barro y césped mojado y resbaladizo en el recinto del festival. Y en circunstancias así uno tiende a pedirle a los grupo un extra de compromiso y entrega; ellos, a sabiendas de que un bajón de ritmo o de intensidad puede hacer que la gente, embutida en chubasqueros, capuchas y bajo inútiles paraguas, se marche de su recital, tenían que ofrecer lo mejor de sí mismos. Muchos así lo hicieron; otros se quedaron por el camino.

La jornada empezó para mí con Siskiyou. Hay algo en su música que incita a la lluvia a seguir cayendo, pero logran integrarla en la decoración ambiental que genera su sonido, florido y campestre, y con esa tendencia que tiene el folk, en especial el del norte estadounidense y el de la Columbia Británica, de casar tan bien con los fenómenos naturales. Colin Huebert comenzó en solitario el proyecto, pero para el directo se rodea de otros tres componentes, que con banjos y guitarras, junto a su batería y otros instrumentos rítmicos que comparten, otorgaron a Siskiyou una apariencia algo más corpórea y sólida. Demostraron carácter bajo la lluvia, crecidos ante la adversidad, confiando en su dulzura y en la bondad que irradia su música. Recordaron a Arcade Fire, en versión acústica, precisamente por esa inocencia cordial, inmensamente creativa, e incluso infantil, que libera y muestra al niño que ambas bandas llevan dentro. 

Probablemente el peor momento de lluvia y viento fue poco después, durante el concierto de Spiritualized. Pero a Jason Pierce (aka J. Spaceman) le habían dicho sur de Europa, y él se plantó en mangas de camisa y con gafas de sol. Y contagió a todos. Rodeado por una banda a la que se sumaron dos mujeres de piel y voces negras, que engalanaban el fondo de armario gospel de Lord Let It Rain On Me, por ejemplo, Pierce realizó una actuación soberbia de principio a fin. Dieron exactamente el plus que requería la situación, con un ritmo constante, siempre altivo, en ligera inclinación ascendente, arrogante en la medida justa, y derrochando espiritualidad rockera en todo momento. Su space rock vestido de clásico resulta más terrenal en directo de lo que podría pensarse: las ondulaciones de la explosiva psicodelia que practican parecían adaptadas a la empapada orografía del lugar. Los británicos salvaron la tarde a base de esa energía extra que tienen, como si sus pilas durasen más y pudieran seguir tocando indefinidamente.

Spiritualized infundió ánimos a quien lo necesitara, con un sonido que parece querer decir que todo se supera, con solo un poco de esperanza y algo en que apoyarse. Y lo creímos, hasta que tuvo que cancelarse el concierto de Death Cab For Cutie, debido a que su escenario estaba completamente encharcado. Durante más de una hora, y mientras los técnicos trataban de taparlo y secarlo, los fans permanecieron a la espera frente al escenario Optimus, abrigados y cubiertos con los chubasqueros que la organización repartió, pareciendo una extraña manifestación de fantasmas a la espera de algo de ternura pop-rockera. Pero no hubo manera. I Break Horses, por tanto, tuvo más público del esperado.

Los suecos se presentaron crípticos, envueltos en nubes de humo y luces, y en una atmósfera densa recorrieron los pasajes en espiral de su dreampop hipnótico. La voz de Maria Linden, encaramada a su teclado vaporoso, sonó como proveniente de un lugar muy profundo hundido en lo onírico, atravesando las capas instrumentales de texturas elegantes, tupidas y dilatadas de que se compone su música. El concierto apenas duró 35 minutos, por supuestos problemas técnicos, pero tampoco es que su corto Cd de debut, Hearts, dé para mucho más. Lo compensaron con un directo compacto, digno de una banda con más años de experiencia, y con la sensación de que perpetran algo grande con que reventar la escena indie del norte de Europa. Formaron parte, como Siskiyou o Dirty Three, del grupo de bandas que se unieron a la lluvia en lugar de luchar contra ella: su sonido es de los que se escuchan junto a una ventana empañada, los domingos, cuando fuera se desata la tormenta. Aunque a veces se confunda, muchas veces, en la densidad y la aparente dispersión descansa la energía de muchas bandas desde los ’80.

De los cuatro escenarios que había el viernes y el sábado en el festival, solo uno de ellos estaba cubierto: aquella gruta desde cuyo fondo sonó la obra de arte de Beach House la noche anterior. Parecía irremediable que la gente se congregara allí, tocase quien tocase, pero había grupos que tal vez ganaban en morbo con las condiciones meteorológicas. Dirty Three, como decía antes, fue uno de los grupos cuyo sonido se podía adaptar bien a las circunstancias, y su recital ganó en épica e intensidad gracias a ello. Como los buenos partidos de fútbol del norte. El trío australiano estuvo enorme haciendo lo que hacen: una amalgama de estilos basados en la estética y la estructura post-rockera instrumental, particularizada con los detalles de un violín volador, una guitarra poderosa y sutil a la vez, y una batería de free jazz que hacía enloquecer a su extravagante frontman.

Warren Ellis es un tipo pintoresco: su grosero semblante, enmarañado en una tupida y larga barba gris, asustaría a cualquier niño antes de dormir, así como su actitud polémica, impulsiva y, por momentos, aparentemente enrabietada. Pero es un músico extraordinario, integrado en una banda con serias aspiraciones musicales, y un alma en aparente estado de alerta. Aunque sus discos, poco a poco, se haya ido dulcificando, mantienen sobre el escenario esa característica potencia en los desarrollos, en la evolución de cada canción, que hace que el rock se te meta dentro y gobierne sobre tu cuerpo. Parece mentira que la guitarra de Mike Turner pueda pesar tanto. Dirty Three montó un baile de brujos sobre el césped empapado del recinto del Optimus Primavera, dirigido por los gritos insaciables de desahogo de Ellis, muy suyos.

Oscurecieron el cielo, y me convencí de la necesidad de cobijo. Entre Lee Ranaldo y The Weeknd, por tanto, simplemente ganó el que tocaba bajo techo. El joven Abel Tesfaye mueve masas más allá de la adolescencia, pero bordeando el aspecto de hit prefabricado para despertar la sexualidad de las nuevas generaciones. Sacó su vozarrón, sus canciones de electrónica, R&B, y soul remezclado con dubstep, interpretadas por una banda con contundencia instrumental, y encendió a un público tremendamente entusiasta. El canadiense podría englobarse, de alguna manera, en la misma línea revolucionaria que protagoniza James Blake con la unión de la voz típica del soul, y la electrónica más sofisticada y constructiva. En este caso, me defraudó la pose única de Tasfaye, quien solo dio muestras de dominar el primer apartado. No obstante, ofreció un concierto bien preparado y mejor producido, dando a entender que su éxito, al menos de manera aparente y superficial, sí está basado en ciertas cualidades musicales de verdad.

A última hora del sábado, a la vez que el tiempo daba una pequeña tregua, se abría el abanico de opciones: descartados Afghan Whigs, Kings Of Convenience o Lee Ranaldo por coincidencias, decidí descartar también Saint Etienne por simple avituallamiento. Cerrarían el festival, para mí, Washed Out y The XX, y tal vez un poco de John Talabot.

Ernst Green, el responsable principal de Washed Out, ya me había decepcionado hace unos meses en Barcelona, cuando no supo darle al público de Razzmatazz ni lo que quería, ni lo que sonaba en el disco. El sábado en el Opimus Primavera sí supo interpretar su música acorde a las circunstancias: con más fuerza en el ritmo, más electrónica binaria y más peso y contenido musical entre manos. Pero a cambio, por una parte, hizo desaparecer la esencia del atractivo de su disco, Within And Without, olvidando por completo los detallitos sutiles que revisten de discretos brillantes de diseño unas melodías sedosas y etéreas. Y por otra, recordó en exceso a la fórmula de M83, utilizando descaradamente gran parte de sus recursos decorativos, y mucha de la actitud estratosférica, elementos que han llevado al francés, ahora, al estrellato. Desgraciadamente, parece que va a ser imposible encontrarse en directo con la versión de Washed Out que a todos nos encandiló, la del disco: segura de sí misma.

The XX también darían una versión distinta de sí mismos, poco después, ante un gentío sediento de escuchar su inconfundible sello. Croft, Sim y Smith presentan un recital cuidado hasta el mínimo detalle, basado en la pulcritud, el contraste claroscuro, en el sempiterno leitmotiv de guitarra y bajo tan reconocible, y en la espacialidad metonímica más elegante que se recuerda en años. Lo hicieron, no obstante, con un ritmo más cadencioso aún de lo habitual, como si hubieran podido controlar y detener el tiempo a su antojo. Por momentos pareció que les faltaba algo, que al dilatar demasiado su música se abrían demasiado al espacio abierto. Que sus canciones no eran más que estrellas en el cielo. Eso pensé mientras permanecí a un lado del escenario, en la salida del foso de fotógrafos, pero mi opinión cambió cuando busque una posición más centrada.

Tal vez sí hubo algo de polémica en la actuación de The XX: flojos en el ritmo, que a esas alturas de festival cuenta mucho, lentos y en apariencia vacíos, decepcionaron a unos cuantos. Pero desde la posición adecuada me pareció que sonaban a lo que ellos querían: distintos, recuperando terreno en esa vertiente oscura de su dualidad, recuperando el misterio de lo desconocido que hay en ellos, tras haberlo desvelado al mundo con su éxito. Conocidas ya, centímetro a centímetro, todas las paredes de la casa de The XX, esta vez, construyeron su directo con enormes tablones de cristal, para que todos pudieran mirar su interior. El problema, tal vez, es que muchos al mirar no vieron nada. Presentaron todo su primer disco, XX, de rotundo éxito, y parte del nuevo material que tiene prevista su salida al mercado en la segunda parte de este año. Todo medido, en una sesión tendida en el firmamento. Visto bien, el de The XX fue uno de los conciertos del festival.

Después no quedó más que un breve rato de sesión de John Talabot, que como en Barcelona, venía acompañado de Pional. Apenas llegué a un cierre, ya clásico, con Destiny. La fama de este chico fuera de España no sorprende por la calidad que atesora, pero sí por la poca exportabilidad tradicional de nuestros productos. Nadie dudó en ir a verle, pero entre el cansancio y la mojadura de un día muy duro, y lo ralentizado que quedó el ritmo de la noche, muchos rezagados o llegaron tarde, o se fueron directamente a casa. Parra mí, fue quien cerró una muy buena primera edición de Optimus Primavera Sound Porto.

Fotos de Pablo Luna Chao.

OPTIMUS PRIMAVERA SOUND. Porto. Día 2




OPS2012. Día 2: Linda Martini, We Trust, Yo La Tengo, Rufus Wainright, The Flaming Lips, Codeine, Wilco, Beach House y M83

La segunda jornada del Optimus Primavera Sound de Porto ha sido un rotundo éxito. Si ayer recelaba de las posibilidades ambientales y musicales que este festival podría llegar a tener, hoy me tengo que corregir debido a algunas de las actuaciones más antológicas que he visto en mucho tiempo. Y no solo porque el público al final respondiera, o por la sucesión de bandas exquisitas, sino también por el gran sonido, por la adecuada elección de escenario para cada banda, y porque no tienes la sensación, como sí pasa en el San Miguel Primavera Sound, de que te estás perdiendo a más bandas de las que ves. No hay agobios de ningún tipo: da tiempo a casi todo, nada se llena hasta la bandera y, en general, se disfrutan los conciertos con una dosis más de sosiego, que se agradece.

Además, la tarde noche fue a más, siempre a más. Hasta acabar en aquel lugar tan alto y alejado que últimamente se confunde con la banda francesa de mismo nombre: en M83. Y partiendo de un par de bandas locales que, aunque no congregaron a mucho público, sí parecen tener cierto peso en el panorama nacional portugués. Linda Martini y We Trust no tiene nada que ver, solo que ambas beben de influencias muy reconocibles y loables. Mientras los primeros podrían pasar por aprendices de Incubus, pero con un sonido más apelmazado y mucho menos elástico, We Trust destila, simplemente, una buena educación musical. No sabría decir qué grupos escuchan ellos, pero sí que son buenos, y que de ellos han captado sus secretos y su esencia.

El público fue llegando a eso de las 19h, puntuales para ver a Yo La Tengo. En comparación con Barcelona, el concierto de los de Jersey de ayer fue de tintes más duros, más noise, shoegaze y sucio. Fue más rudo, más directo, aunque reservaron esos momentos en los que Ira Kaplan acostumbra a experimentar con su guitarra. Un directo en el que cada canción parecía construida a partir de las ruinas de la anterior, una vez derribada a base de distorsión desmelenada. Acabaron, sin embargo, en acústico, interpretando deliciosamente My Little Corner Of The World, con extra de silbidos, demostrando que son capaces de ahondar en dos facetas bien distintas. Yo La Tengo construye melodías con el material con el que se hacen los clásicos, pegadizas, y con ese toque de genialidad que a veces se extrae de lo sencillo, pero por lo general se dedican después a corromperla, a viciarla, convirtiéndola en un desequilibrio con propiedades emancipadoras.

El concierto de Yo La Tengo dejó satisfecho al público, que comentaba mientras se alejaba hacia otro objetivo que había sido, hasta ese momento, uno de los mejores directos del festival. Los norteamericanos nunca fallan. De ese modo uno podía permitirse tranquilamente no asistir al concierto de Rufus Wainright, y perdido el de The War On Drugs por causa de las primeras coincidencias, no quedaba otra que esperar a una de las más difíciles elecciones que el programa, ya con cuatro escenarios, planteaba a los asistentes: The Flaming Lips o Codeine. Yo me introduje en el foso de los primeros, a escasos metros de Wayne Coyne, para sacar fotos, porque aunque no pensara quedarme mucho rato, resulta espectacular el pifostio que montan: un espectáculo de luces, confetis, humo, gente disfrazada encima del escenario, globos enormes que el frontman explotaba con la punta de su guitarra haciendo volar aún más confeti: lo que se dice un show.

Pero hay que tener el cuerpo preparado para actuaciones así: requieren del público una actitud activa, participativa y abiertamente receptiva; extroversión pura. Y cuando vi a Coyne metiéndose en una de esas bolas grandes de plástico para ir a caminar por encima del público, entendí que mi cuerpo lo que requería era lo contrario: la más absoluta introversión. Codeine era mi medicina. La reunión del trío neoyorquino ha sido una de las mejores noticias musicales del año, y solo en un puñado de conciertos se podrá ver a la que es y ha sido, probablemente, la banda más de culto de la escena slowcore: un animal en peligro de extinción, cuyo hábitat ha ido desapareciendo paulatinamente en los últimos años. Fue algo tan alejado y opuesto de Flaming Lips que hasta me da la risa: apenas unos cientos de asistentes, ritmos cadentes, voces monotónicas y lánguidas, y guitarras sedantes.

Cuando pensábamos que Low era el único gobernante vivo del género, la reaparición de Codeine representa un hito nostálgico importante: no es que parezca un género muerto, pero sí una rareza de otros tiempos, que casi nadie ya elige como forma musical de futuro. En cualquier caso, la intensa latencia de energía que guardan bajo su apariencia apacible y calma, nos habla de un contenido emocional bastante más sincero y bien planteado que el de otros grupos que, como los Flaming Lips, por ejemplo, resulta sospechosamente demasiado explícito. El concierto de Codeine, en mi opinión, ha sido uno de los más bonitos y especiales de todo el fin de semana, al menos hasta ahora: rico en esa íntima calidad que solo tienen unos pocos, muy pocos; cada vez menos.

Ni siquiera el conciertazo que dio Wilco después hizo que olvidara la experiencia con Codeine. Tweedy y compañía, al igual que en el Primavera de Barcelona, e imagino que igual que siempre, estuvieron radiantes. Su música, allí en directo, suena a cosas muy bien dichas, con todas las palabras, modales y convencimiento necesarios. Wilco fluye de una manera que, al contrario de lo que pueda parecer, me parece profundamente terrenal, como si hace tiempo hubieran aceptado sus pecados, y ahora fuesen más libres y buenos. Con una calidad asombrosa en todo lo que hacen, y una presencia absolutamente monumental, los de Illinois tienen gran facilidad para ganarse al público, ya sea abriendo con Art Of Almost, interpretando increíblemente bien Impossible Germany, o con un glorioso punteo de 10 minutos de Nels Cline: lo hacen todo con una brillantez y una aparente sencillez, que hasta parece fácil ser Wilco.

Con tres guitarras, y otras tantas para cada uno de los guitarristas, muchas veces parece que sus canciones son líneas de punteos que se encuentran, se separan para viajar  por leves instantes a lugares preciosos de este mundo, y que luego se reencuentran, enriquecidas y curtidas por la mera capacidad de movimiento y observación. Da la sensación, además, de que Wilco nos enseña cosas, de que hay cierta sabiduría en el contenido de su música: es un discurso que rebasa los idiomas, los acordes, los metrónomos; parece la voz de la experiencia, hablándote íntima y personalmente, calmándote de preocupaciones inútiles. Creo que si todo viviéramos dentro de un concierto de Wilco, nadie tendría miedo, y seguramente acabarían las guerras, los abusos y las hambrunas de amor que enferman este mundo.

Pero la noche aún seguiría yendo a más, como si cada grupo ensalzara al siguiente, presentándonoslos en volandas sobre su propio éxito. Después de Wilco asistimos, probablemente, al que quedará en la memoria como el mejor concierto del Optimus Primavera: Beach House. Eso sí, empezaron tras unas insufribles pruebas de sonido que no deben producirse en un festival de tal magnitud. Legrand y Scally estuvieron igual de inmóviles y crípticos que en Barcelona, pero lograron un resultado eminentemente mejor que en aquel escenario alejado del Fòrum, que tan mal sabor de boca me dejó. Cayeron las barreras, la distancia menguó, y el sonido de los de Baltimore se materializó de una manera intensa, acogedora y ciertamente sobrenatural.

Beach House, con un setlist calcado al de Barcelona, repasando su exitoso último Cd, Bloom, exhalaron calidez a raudales, como si tocaran desde el interior de la cueva de sus propias almas. No hubo la linealidad perfeccionista y distante del concierto de Barcelona: había algo vivo en su música, respirando, tratando triunfalmente de asomar la cabeza; y los ritmos, texturas y capas de que se compone su sonido, pudieron apreciarse clara y deliciosamente, uno a uno: como si cada nota y cada pasaje ambiental de su dream pop sintético fuese una caricia distinta sobre la tez de quien más lo necesita. Cristalinos, densos y gestionando la tensión atmosférica, lograron los Beach House detener el tiempo en el escenario Palco Club; sin duda, uno de los grandes aciertos de la organización, ya que, si bien la afluencia masiva hizo que casi se desbordara el reducido lugar, su forma de gruta posibilitó que el sonido de los de Baltimore sonara como realmente debe sonar: sublime.

Ya solo con lo visto en las últimas horas podíamos irnos tranquilos, pero aún quedaba jugar a la grande, a la que Anthony González se dedicó a echarle órdagos continuamente. Oficiosamente cerraba la segunda noche, y aunque su concierto resultó ligeramente corto, apenas 50 minutos, fue del todo extraordinario. Al igual que ocurriera con Beach House en Barcelona, M83 tocó en el escenario Mini, y ahora opino que debió ser aquello lo que les impidió a ambos plantear un espectáculo tan completo como el de anoche. El francés, acompañado de unos músicos y showmans fabulosos, derrocha energía, de esa celeste y plateada que identificamos con el futuro tecnológico y más sofisticado. Se descubrió shoegazer, amante de rallar la realidad material de su propia electrónica, defensor del poder inalcanzable de una buena batería, y de la melódica galáctica, estratosférica y grandilocuente: de la que mira a las nubes y es capaz de escamparlas.

Lo que tiene la música de M83, además, es que resulta tremendamente fraternal. Da la sensación de que es un producto pensado desde un mañana superior, que nos ha de conducir hacia la salvación y la amistosa conjunción del hombre en el universo. Los teclados ochenteros reactualizados, y esa forma que tiene de introducir la guitarra y el rock de ciencia ficción en la electrónica de masas, hacen de éste un directo imprescindible, hoy en día, para entender de dónde y hacia dónde se mueven las grandes líneas de la música contemporánea. Sigo sin encontrar, de todas formas, esa rítmica de Malik y Herzog, que dice González que inspira últimamente su música. La contemplación no es propia de M83.

Hacía mucho tiempo que no me iba a la cama con una sensación tan maravillosa que proviniera de la música, pero la sucesión de bandas de anoche, y sus extraordinarios directos, hicieron que mi amor por la música se renovara, automáticamente, por uno cientos de años más. Yo La Tengo, Codeine, Wilco, Beach House y M83 son para mí, a partir de ahora, el paradigma de un buen programa musical sin opción al fracaso.

Fotos de Pablo Luna Chao

OPTIMUS PRIMAVERA SOUND. Porto. Día 1




OPS2012. Día 1: Atlas Sound, Yann Tiersen, The Drums, Suede, Mercury Rev y The Rapture

 Ha nacido un nuevo festival, la unión de dos grandes clásicos ibérico: Primavera y Optimus, juntos en Porto. El formato nada tiene que ver con el festival de Barcelona: apenas un par de escenarios (al menos el primer día), y ninguna coincidencia de bandas tocando al mismo tiempo. Los dilemas de elección, entre un cartel que es aproximadamente la mitad que el de su matriz, con muchos de los grupos que ya pudimos ver el fin de semana pasado, no se producen en Porto. El recinto, a orilla del mar, presenta los dos escenarios juntos, con una elevación natural al frente que permite al público divisar bien lo que ocurre aún estando lejos. Césped, buena música, cervezas y comidas algo más baratas y, sobre todo, la oportunidad de enmendar las decisiones tomadas durante el Primavera de Barcelona, o de repetir con aquello que nos fascinó, o incluso con lo que no nos convenció.

La primera jornada, algo más light de lo que nos espera estos días, registró ya una asistencia bastante masiva: algunos de los pesos pesados del cartel no se iban a hacer esperar. Bradford Cox no parecía uno de ellos: tocando él solo frente a un público que ya esperaba a Yann Tiersen, el responsable de Atlas Sound, no parecía tener el caché que lleva cuando lidera a los Deerhunter. Pero ese a que mucha gente todavía seguía en la cola para obtener la pulsera, y a que los que estaban no parecían prestarle excesiva atención, el de Georgia jugó con su guitara y los pedales, convirtiendo el recital de un cantautor en un espectáculo de producción y auto-remezcla in situ. Eso sí, los hits del Parallax, su último trabajo en solitario, sonaron bien claros y reconocibles: porque tampoco hay que confundir tanto al gentío.

Yann Tiersen era otra historia, pero al parecer se ha desligado completamente de su pasado musical y ahora trata de ser uno más. Toca la guitarra, se apoya en aparatitos electrónicos que le permiten desarrollar sus sobresalientes dotes compositivas, y ha logrado modernizar su estilo aunque ello pueda haber significado una ligera pérdida de identidad. Su música alberga hoy en día desde la épica del rock celta hasta ciertos afluentes del shoegaze y el grunge, pero en mi opinión, aunque exhibe un sonido de calidad, compositiva e instrumentalmente, hay algo de indefinición, de exceso, y de querer decir demasiado en sus conciertos. Puede entenderse como un handicap, pero es riqueza musical: no parece saber hacia dónde conducir ahora su evolución, pero mientras siga indeciso, y coquetee con tantos estilos o géneros se le vayan poniendo por delante, habrá gente que esté feliz porque en sus conciertos siempre hay calidad; aunque no sea fácil reconocerle tras su sonido.

Tampoco el público ha de decidir nada, cuando puede abarcarse toda la oferta, en este caso, musical. De no se así, es probable que no hubiera asistido al concierto de The Drums, que aunque tienen la fama, la popularidad, y el ferviente favor del público, no termino de encontrarles el fondo de contenido musical que se espera de las bandas que venden tanto. Tienen un gancho evidente, con ritmos casi binarios endulzados de melodías sencillistas que no son capaces de llenar el espacio de un recinto como este. Las primeras filas registraban una afluencia mayoritariamente joven, tal vez símbolo de lo mucho que le queda a esta banda para llegar a la plena madurez musical. Algo que demostraron los Suede, poco después, con una sola canción, y el primer meneo de caderas de Brett Anderson. Los británicos tienen una inmensa seguridad en sí mismos: no compiten, simplemente ganan.

Su sonido se elevó anoche sobre un público entregado, que pudo comprobar en primera persona el enorme magnetismo que el cantante produce: Anderson, atractivo lo mires como lo mires, bajó en varias ocasiones al foso a dejarse tocar por los fans incondicionales, que respondieron en todo momento. La música, por otra parte, resultó también provocadora, sugerente, y llena de pasión. Muchos de sus grandes éxitos, como Trash o Beauteful Ones, sonaron radiantes y con ese acento amargo tan característico que tienen los Suede, que pese al ligero cambio de tono vocal, sigue activo tras más de dos décadas. Fue un concierto intenso, con apagón incluido, bonito y cargado de momentos de esa magia y entrega que, por ejemplo, le faltó a The Drums. Convencieron, y desenterraron con un prisma suficientemente nuevo las bases del brit-pop.

Después, pese a que en el programa aún estaba marcada la actuación de Explosions In The Sky, aparecieron los Mercury Rev. La substitución no se había confirmado por todos los canales a la hora del concierto, pero muchos fans se habían congregado allí, con la información o la esperanza de que iban a ver a uno de los clásicos alternativos más infravalorados de la escena indie. Montaron un espectáculo potente, basado en la contundencia más que en la velocidad, en un contenido melódico bien trabajado, pero sobre todo apoyado en una batería fuertemente equilibrada en la que se podría basar casi cualquier estilo, pero también una catedral o una construcción concebida para durar siglos. Tocaron francamente bien, con descaro, con ritmo, con vino de Oporto, y con la voluntad sincera y honesta de tratar de hacer de casa instante, de cada canción, un momento imperecedero. Los Mercury Rev, que no se prodigan mucho por estos lares, mostraron ayer una de sus mejores caras.

Pero en el intervalo que lleva de las últimas canciones de una banda al inicio del concierto de otra, como ayer entre Mercuty Rev y The Rapture, pude extraer mi primera conclusión acerca de la naturaleza de este festival. No parece haber espacio para rutas alternativas, de promesas, para evitar el momento hit, y a un público poco fiel que se mueve a otra cosa cuando una banda ya ha cumplido. Pasó con Yann Tiersen, con los Drums, y pasó en el intervalo entre Mercury Rev y The Rapture, cuando la gente abandonaba un escenario ya cantando las canciones que sonarían en el otro. Como si se tratase de simples turnos, cual sesión de Dj de un bar indie cualquiera. Gran parte del público viene atraída, no por la banda, sino por el hit, y eso le resta a los conciertos el mínimo proceso empático necesario para que haya conciertos 10. Al menos eso ocurrió anoche.

Porque la comparación con el Primavera Sound de Barcelona va a ser inevitable, y en ese sentido puedo afirmar que The Rapture, uno de los grandes triunfadores de la edición de la condal, no pudieron estar a la altura de su actuación allí. Tal vez porque el público no respondió de la misma manera, o tal vez porque el aparente cansancio de la banda fue real, pero el caso es que no imprimieron la intensidad, ni el ritmo, ni el plus de electrónica pinchada al repertorio como sí hicieron el fin de semana pasado. Con todo, fue un concierto completo, al que solo se faltó el extra que, cuando sabes que lo tienen y lo pueden dar, da rabia no recibir. Lo pueden hacer mejor, pero el saberlo no desentona demasiado un concierto suyo.

El ejemplo claro de lo que decía antes se pudo apreciar en la forma en la que insertaron Echoes: como la punta del iceberg y el reclamo que todos quería oír. En Barcelona por fin logró ser una más, al servicio de un sonido conceptualizado de otra manera, a la que se adaptó sin problemas. En Oporto, sin embargo, el recital no fue una sesión tan brillante de súper rock, y apareció más aislada, como la pieza básica de un recital convencional de rock. Y eso que eran las mismas dos de la mañana. The Rapture, con Luke Jenner y su gracia natural a la cabeza, han de ser una referencia en sí mismos: han logrado capturar el por qué de su éxito, y lo han conseguido exprimir al máximo con un último disco antológico. Lástima que en su concierto de ayer no pudieran hacer imperar el concepto musical que lleva detrás, frente al empuje de sus éxitos anteriores. Pero insisto, opino que no es culpa suya, tal vez un poco de su cansancio, pero me parece que muchas veces una banda en un concierto solo está a la altura que el público le permite estar. Y The Rapture tiene mucha música, aún más de la que mostró anoche.

Fotos de Pablo Luna Chao.

EPÍLOGO DEL PRIMAVERA SOUND 2012




PRIMAVERA SOUND 2012. EPÍLOGO. Nacho Vegas y Yann Tiersen.

Y el último día llegaron las lluvias. Tras un fin de semana de cielos despejados y temperaturas veraniegas, el domingo se desató en Barcelona la tormenta. Por suerte no afectó al desarrollo del Primavera Sound, ya que el recinto que había albergado a más de 150000 personas durante los últimos tres días, había cerrado ya sus puertas. Afectó, eso sí, a los varios miles que se acercaron a la plazoleta del Arc del Triomf para asistir a los conciertos gratis que regalaba la organización del festival, como ocurriera el miércoles pasado. En esta ocasión, los platos fuertes eran Nacho Vegas y Yann Tiersen.

El epílogo del Primavera Sound traía a dos figuras importantes de la música francesa y española de los últimos años, con un gran volumen de fans. Nacho Vegas, con una banda de las buenas, tocó un buen rato su pop-rock independiente de letras pensadas, con una copa de vino a su lado, que es lo que hace la gente elegante como él. Sonó correcto, con esa tibieza que transmite su tono y su forma de expresarse. Y conectó con el público, que tiene en gran estima a este asturiano que se ha hecho él solo, al margen de los grandes medios, una carrera más que admirable a su corta edad. Luego puede que resultara una música algo convencional, pero Nacho Vegas vive del detalle silencioso, de un poso que va dejando, poco a poco, la buena sensación de que nos han contado algo que, aún no siendo especialmente extraordinario, sí ha sido un relato sincero y bien armado. 

Yann Tiersen, de todas maneras, reunió a bastante más gente. De hecho, su concierto coincidió con el momento de mayor inclemencia meteorológica, con rayos y truenos, y una fuerte lluvia que obligó a quien podía a sacar su paraguas. El bretón encontró la fama hace diez años con dos bandas sonoras (Amelie y Good Bye Lennin), y desde entonces no ha parado de evolucionar. Desde hace unos años se inclina más claramente hacia el rock, pero parece haber dejado atrás una fase shoegaze que, muchos espectadores de sus conciertos, no se esperaban al ir a verle. La influencia de My Bloody Valentine parece haber menguado en favor de la del primer M83, o la de Beach House. Porque Tiersen es uno de esos músicos capaces de absorber sonidos, reciclarlos en su interior, y sacarlos a relucir con una asombrosa calidad compositiva. El problema es que se arriesga a perder o no definir más claramente un sello personal propio, más allá de los sonidos que le hicieron famoso hace una década. No obstante, fue un buen concierto de indie rock electrónico. 

El fin de fiesta del Primavera Sound 2012, aunque envuelto en tormenta, sirvió para que muchos lo repasáramos con nuestras amistades: pasamos revista a 5 días de conciertos, y estas son algunas de las conclusiones lapidarias a las que llegué, siendo plenamente consciente de que todo, absolutamente todo en el mundo de la música es cuestión de gustos y pareceres, personales, intransferibles y dotados de una lógica propia. 

Mejores conciertos: Wilco, The Rapture, Justice.

Conciertos revelación: Chromatics, Neon Indian.

Peor concierto: The Chameleons.

Cuentas pendientes: Beach Fossils, Lee Ranaldo, Death Cab For Cutie, Beirut, Cuchillo, Siskiyou, Girls, I Break Horses, The Drums, SBTRKT, Death In Vegas, The Olivia Tremor Control, Real Estate, Saint-Etienne, The Weeknd, Wild Beasts, Jamie XX, Washed Out

Fotos de Pablo Luna Chao







PRIMAVERA SOUND 2012. Día 3




PS2012. Día 3: Kings Of Konvenience, Atlas Sound, Beach House, Chromatics, Yo La Tengo, Justice (Live) y Neon Indian.

La noche del sábado fue la última de esta edición del San Miguel Primavera Sound en el recinto del Parc del Fòrum. El domingo aún se celebrarían conciertos gratuitos, como los del miércoles, en el Arc de Triomf, pero el coctel de grupos y los paseos a toda prisa entre escenario y escenario por las excelentes instalaciones a pie de mar, acabaron, y lo hicieron de la mejor manera posible: con algunos de los pesos pesados del cartel de esta edición. Tras dos días de intensa actividad desde primera hora de la tarde, la noche del sábado dio por fin una tregua, ya que la traca final daba comienzo a eso de las 20:30. A partir de ahí, no hubo descanso hasta el telón se bajó, a las 4 para algunos; para otros, con más aguante, a las 6.

La noche se planteaba como un paulatino in-crescendo, que iba desde los Kings Of Convenience a Justice. Los noruegos sacaron las guitarras cuando el sol todavía calentaba, afinando con esos tonos tan característicos de la época de Simon y Gartfunkel. Tocaban en el escenario principal, y prácticamente todos los que entraban a esa hora en el recinto se detenían unos instantes para comprobar la capacidad que tiene este dúo para construir canciones bonitas con apenas un par de voces y de guitarras. Pero la convencionalidad de su música, quizás, hizo que muchos solo hicieran un alto allí para luego centrarse en algo más elaborado. Bradford Cox, por ejemplo, tocaba en el cercano escenario Pitchfork, y aunque él también salió solo con la guitarra, pero sin acompañante, sus canciones ofrecían pasajes más efectistas, manipulados y sesudos. El líder de Deerhunter, con su tremendo magnetismo, parece esculpir con más libertad sus canciones, a base de pedales y samplers de guitarra, cuando es Atlas Sound. En un concierto que se hizo corto presentó su último álbum, Parallax (4AD, 2011), del que sonaron, por supuesto, The Shakes, Mona Lisa o Angel Is Broken

Pero sonaban como las iba construyendo Cox, ahí, sin nadie más, marcando el ritmo con su propio ingenio, mostrando una creatividad fértil y fresca, y una visión musical clara y precisa, aunque el aspecto sea disperso y volátil. No es que improvisara, pero resultaba imprevisible el cómo interpretaría y sonaría cada pasaje, variando el boceto del disco. Algo que, por ejemplo, no ocurrió después con Beach House. Los de Baltimore, que han obtenido extraordinarias críticas por su cuarto trabajo de estudio, Bloom (Sub Pop, 2012), solo reforzaron un poco la percusión, dejando muy poco a la imaginación. Su dream pop, ambiental y sofisticado, parece no poder salirse de la cuadrícula, y aunque contengan todas las canciones un inconfundible sello estilístico, al final, resultan un todo demasiado homogéneo. De hechuras brillantes, pero monolítico.

Victoria Legrand y Alex Scally, de origen francés, tienen algo de ese barroco cortesano del XVII: palidez, contraste y ambientación vaporosa en cada composición. Desde el fondo del escenario, ella tras los teclados y él con su guitarra (había un batería a la derecha), expanden un halo narcotizado de harmónicas melodías y ritmos placenteros, aderezados con una voz que parece macerada en vino blanco, reserva de hace muchos, muchos años. Abrieron con Wild, cerraron con Irene, y aunque recuperaron algunos temas del Teen Dream (Sub Pop, 2010), como Zebra o Silver Soul, tocaron prácticamente todo el Bloom. Un tanto encorsetados, y sin salirse en ningún caso del guión, los Beach House decepcionaron a quienes querían ver desmelenadas las posibilidades que se esbozan desde los Cds. Pero los de Baltimore, anclados en una actitud más propia del shoegaze que de la era de la electrónica, no ofrecieron sobresaltos, ni para bien ni para mal.

Para compensar las pequeñas decepciones siempre es bueno arriesgarse y acudir a un concierto que no estuviera en las quinielas: Chromatics, una formación norteamericana de electrónica y synth-pop, en lugar de Saint-Etienne, por ejemplo. Con un punto más de intensidad y de ritmo que Beach House, los Chromatics se mueven en un estilo musical que por momentos parece hortera, y en otros una absoluta genialidad. La bellísima Ruth Radelet pone las voces a una base electrónica que va desde el chillwave al disco mejor camuflado, aportando un acento anómalo de suspense y atractivo que bien podría provenir de la escena de Warpaint, Lower Dens o Still Corners: dream pop femenino con la contundencia rítmica de una batería, teclados y programadores al servicio de la música de baile. Fue un concierto pleno, con esos altibajos que, en ocasiones, hacen disfrutar más que el mejor directo lineal. Con una genética que proviene, en parte, del trip-hop de Bristol, los de Oregón sonaron sorprendentes, arriesgados y bastante originales, haciendo honor a su nombre: coloreando el escenario con muchos de los cromatismos que la música permite hoy en día exponer gracias a la electrónica.

Pero otra forma de compensar es también confiar en quienes nunca fallan, y en ese apartado sobresalen, como todo el mundo sabe, los Yo La Tengo. Son un grupo inesquivable dentro de la historia reciente del rock, y hoy por hoy da lo mismo si presentan un nuevo Cd o simplemente tocan por placer: nunca fallan. Ni siquiera importa qué canciones suenan, ni el orden, ni quién interpreta qué instrumento. No, los concierto de Yo La Tengo se dilatan el tiempo, algunos dirán que incluso logran detenerlo; son una retahíla de fraseos memorables que tienen la aparente sencillez que a veces presenta lo sublime. Tienen ese inocuo desequilibrio que hace libre a sus creadores, y al público que los escucha. El trío de Jersey convierte sus canciones en clásicos solo con hacérnoslas oír una vez en directo. El sábado dieron una lección de música en el escenario Mini (de nombre desafortunado), amalgamando acordes y disonancias, surfeando Ira Kaplan sobre sus propias distorsiones hasta la extenuación, y demostrando que a veces para tener carisma solo es necesario ser buen músico y disfrutar con lo que se hace.

Se nota que los Yo La Tengo son felices con lo que hacen. Y si no han alcanzado el estatus de grupo de culto en la práctica totalidad de los amantes de la buena música, es porque parece importarles bien poco. Aquí no fue una cuestión de modas, sino de un grupo que ha cosechado un estilo durante casi tres décadas, hasta el punto de lograr ser considerados como indefinibles: calificables solo en función de ellos mismos, al margen de géneros y etiquetas que, con bandas así, resultan insultantemente limitadoras.

A partir de ahí, a la noche solo le quedaba el baile, con un programa que prácticamente era inmejorable. Primero el dúo francés Justice, en modo live, Jamie XX, solapado ligeramente, y casi cerrando el festival, Neon Indian. Una pena no poder disfrutar del programador de los XX, que habrá mostrado todas sus capacidades e inquietudes en una sesión a última hora, donde también le gusta moverse. Pero lo verdaderamente serio se fraguó en el escenario principal, el San Miguel, con los chicos de la cruz de brillantes. Justice registró probablemente el mayor lleno de todo el fin de semana, incluso por encima de los míticos The Cure. No faltaba nadie: decenas de miles de manos en alto, de pies saltando, de cuerpos agitándose; frente a una potencia decibélica estratosférica, que debe haberse sentido incluso en Chile, y un espectáculo visual y sonoro de auténtico órdago. El mejor colofón imaginable: una sesión dura, binaria, incluso fálica, iluminada por el recuerdo del mejor Daft Punk. Gerpard Augé y Xavier de Rosnay parecen manejar bloques de hormigón con la destreza de un malabarista, pero parecía que nos venían encima constantemente.

Fue un concierto insuperable, con la firmeza que muestran bajo su aspecto mastodóntico. Transformando los temas a su antojo, pinchándolos, mezclando y remezclando Civilization o D. A. N. C. E., y jugando con el ritmo cardíaco del abarrotado recinto del Fòrum. Fue todo un ejemplo de hasta dónde ha llegado la humanidad a la hora de hacer ingeniería musical: una oda a la era tecnológica que nuestra generación ha inaugurado. Justice es un icono de los nuevos tiempos, y va más allá del house, del techno, o de la música dance. Después de eso, Neon Indian corría el riesgo de parecernos un placebo, un azucarillo después de haber comido dulces a toneladas. Sin embargo, con una modulación melódica mucho más elástica y combada, los tejanos resultaron más interesantes y con más contenido del esperado. Una banda construida al rededor de un ritmo y un discurso electrónico, con la retórica de las bandas de rock sucio herederas de Sex Pistols, pero con la psicodelia ambiental propia del chillwave, acelerada y endurecida levemente por eso de las horas y circunstancias en las que les tocaba aparecer. Dieron la talla, y administraron bien un público que venía la euforia masiva. Polish Girl fue el hit que cerró la edición de 2012 del San Miguel Primavera Sound.

Fotos de Pablo Luna Chao

PRIMAVERA SOUND 2012. Día 2




PS2012. Día 2: The Chameleons, Lower Dens, The War On Drugs, The Cure, Dirty Three, M83 y The Rapture.

Mi programa para el segundo día, por el cartel, se antojaba más tranquilo que día anterior. El monopolio de público que ejercería la larguísima actuación de The Cure, de casi tres horas, propició que durante ese tiempo apenas hubiese conciertos en otros escenarios. Aproveché para cenar, comprar merchandising y darme una vuelta por alguno de lo conciertos que sí estaban programados para que coincidieran con la banda de Robert Smith. Al final fue otro día largo, aunque no tanto como el jueves, y no tan intenso como el que me espera hoy. 

Definitivamente, hay una gran diferencia entre los conciertos de día y los de noche. Le resta encanto la luz solar a un espectáculo que gana enteros con los focos de colores, los humos que se tiñen, y con la oscuridad alrededor. No sé si fue ese el motivo, pero The Chameleons me decepcionaron. Llegué justo para su concierto, habiendo descartado el ver a los Cuchillo, por el simple lujo de comer tranquilo y poder ver un rato a mi novia. Sonaron los británicos crudos, como poco hechos, con una buena dosis de ese oscuro clasicismo del que se alimentan, pero mostrándolo a un nivel al que muchos, con perdón, llegarían: pensé para mis adentros, y puede que lo exteriorizara, que The Chameleons habían sonado como otros tantos miles de grupos que juegan a mezclar post-punk y dream pop. Aún así, acabaron con Second Skin, uno de sus grandes éxitos, y el público lo agradeció; algunos incluso se acercaron a estrecharse con un Mark Burgess que se había ido animando poco a poco, y que hasta había bajado al foso. Pero en mi opinión, será unos de los conciertos que más rápido pasará a la historia en esta edición del San Miguel Primavera Sound

No imaginaba que después de los británicos tendría que resarcirme de algún modo: Lower Dens no estaba proyectado en mi programa con esa misión, pero a parte de demostrarme el buen nivel que siguen desarrollando, consiguió también que pronto olvidara de dónde venía. Los de Baltimore, con Jana Hunter a la cabeza, acaban de publicar un segundo álbum, Nootropics (Ribbon Music, 2012), que incluso ha superado las expectativas generadas por su interesantísimo disco de debut, Twin Hand Movement (Gnomonsong, 2010). Se diría que son los típicos primer y segundo trabajo de un grupo que va a llegar lejos. Su sonido se basa en la combinación de languidez y firmeza, del fluir de unas guitarras serpenteantes sobre ritmos que avanzan sin mirar atrás, implacables pero discretos. Hunter, además, le aporta con su voz un sentimiento ambivalente de soledad y ganas de cariño que hace que, aunque aparentemente sin quererlo, su discurso se enriquezca y gane atractivo: se nota cuando los músicos, realmente, tienen algo  que decir. 

Sin embargo, aunque sonaron con la entereza y la precisión necesarias para que su música se manifestase como es realmente, tuvieron ciertas dificultades para otorgarle al recital un corpus compacto. Entre canción y canción, debido a veces a problemas técnicos, se generaron pausas demasiado largas, como si los temas fuesen islotes aislados que no se tocan entre ellos. No obstante, hay que decir que tras uno de los peores parones vino Brains, el single de su segundo Cd, y así incluso tuvo un efecto reforzado. Parece mentira que la banda pueda entrar en ese estado de intensa languidez e irreductible firmeza narrativa, y salir de él con tanta facilidad. Puede que no fueran uno de los reclamos básicos del festival, y tampoco es que hicieran el concierto del día, pero los de Baltimore superan cada vez las expectativas, y crecen día a día con discos de calidad y directos muy bien interpretados. Les falta todavía, y supongo que a muchos de sus potenciales seguidores, creer que realmente son una banda a tener en cuenta. 

Media hora más tarde, en ese mismo escenario (Pitchfork), tocaba Kurt Vile con The War On Drugs. Es siempre bien recibido un concierto de un tipo como él: trabajador incansable del rock, este joven de Pennsylvania parece ya un veterano, y también que quiere hacer carrera como mítico y carismático icono de la vieja escuela. El problema es que pocos minutos después tocaba detrás de él uno que sí es, indiscutiblemente, uno de los referentes más grandes de la música de los últimos 30 años. Apenas pude disfrutar de un par de canciones, pero daba la sensación de que no había ningún tipo de ensombrecimiento en su forma de tocar la guitarra: con la melena por los hombros, y la chaqueta tejana roída por los codas, Vile parecía liderar a una muy buena banda, cargada toda ella de un mismo acento clásico, pero a la vez fresco. The War On Drugs, funcionando como aperitivo de lo que venía a continuación, o como plato principal, contiene ingredientes para saciar a cualquier buen amante del rock que busque sonidos que venga de cara. Porque Kurt Vile es un currante de la música, y eso siempre se agradece. 

A partir de entonces cayó la noche sobre el Fòrum. Frente al escenario San Miguel se abarrotaron decenas de miles de personas, que asistieron a uno de los conciertos más largos de la historia del festival. The Cure no era para menos: cabeza de cartel allá por dónde vayan, son capaces de reunir a gente de varias generaciones, de irreconciliables gustos musicales que solo se engarzan a través de ellos. Personalmente, nunca ha sido un grupo que me volviera loco, pero es innegable que la línea de trabajo que han mantenido durante toda su carrera es una de las piedras angulares en las que se ha sustentado la música contemporánea: el claroscuro gótico de su pop al estilo británico y la genética lúgubre de su expresión musical y corporal, han generado más discípulos casi que los Beatles. Muchos, como los propios Chameleons, se quedan el camino, como en un purgatorio en el que también se venden discos. Pero si hay un paraíso reservado a los más grandes, ese es el sitio de Robert Smith y compañía. 

Demostraron estar en una forma envidiable, musical y vitalmente. No cabía un alfiler entre el público, que oyó muchos de los grandes hits de la banda, como Just Like Heaven, Friday I'm In Love, Lovesong y, por supuesto, Boys Don't Cry. Más de 30 canciones, 3 bises. Todo ante un público fiel y entusiasmado que al que no le flaquearon las piernas ni un instante. Tocaron bien, con una puesta en escena espectacular y un sonido impecable: cabían todas las alturas a las que llega la voz de Smith. Éste, con ese aspecto de bruja venida a menos, de fiera mal domesticada que envejece porque no hay más remedio, acaparaba todas las miradas. Es una figura, y así lo demostró musicalmente, que aunque enraíce en los últimos '70 y brotara en los '80, no pertenece a una época: la vida y la historia pasan a través de él, y las interpreta desde su óptica, turbia pero increíblemente sensible. No permanecí mucho tiempo oyéndoles porque quería aprovechar los vacíos que dejaban en el resto del recinto, pero alcancé a notar un ambiente como pocas veces he visto en un concierto. Alejándome de allí pensé que cualquier otra cosa que viera me parecería sosa, blanda, y hasta un error. Pero me fui, y dejé a The Cure en un apogeo que duró casi tres horas. 

Gracias a dios, la opción que manejaba para el plan anti-The Cure no hizo lo que yo esperaba. Dirty Three parece una gente equilibrada cuando oyes sus Cds, aunque tengan arranques post-rockeros y shoegazers, pero en directo, sobre todo Warren Ellis, violinista y líder del trío instrumental, parece un loco de los de atar. Los australianos se dedican al folk, armado con bastantes quilos de distorsión y progresiones que pueden recordar a Mogwai en determinados momentos. Una batería que tiende al crazy-jazz de improvisación, una guitarra conductora, y el violín de Ellis, que a parte de sufrir la efervescencia de su portador, libera un sonido que entonces echa a volar y sobrevuela praderas verdes y lugares hermosos sin el rastro del hombre. En directo no es que sean desequilibrados, es que se contagian del alma de Elis, que bien podría ser la de Rasputín reencarnado: su aspecto físico al menos así lo indicaba. No obstante, el recital fue de una calidad asombrosa, con idas y venidas de las melodías, y una fuerza intrínseca que nunca que se sentía desde todos los instrumentos. Parece mentira que seas solo un trío con tan descomunal sonido que practican en directo.

Debido a la extraordinaria larga duración del concierto de The Cure, y a la cancelación de Melvins (al parecer perdieron el avión), el horario varió levemente. Probablemente muchos no sabían que M83 se había retrasado 20 minutos, y se notó cierta impaciencia en los últimos minutos de espera: ver luego a The Rapture, en el otro extremo del recinto, parecía complicarse. Una hora se antojaba corta ante el revuelo que el último disco del francés, Hurry Up, We'reDreaming (Naïve, 2011), ha generado en este último año. Anthony González se ha desprendido de los últimos lazos que le unían al shoegaze, al menos en apariencia, y ha logrado el favor unánime del público con una fórmula electrónica metálica y grandilocuenteque no ahorra en luces ni en ritmos bailables. El concierto fue intenso: manejaron el ritmo con destreza y el entusiasmo con el que interpretaron, en su mayoría, los temas de su último trabajo, se reflejaba en el público como si fuera un espejo. 

Tal vez no sea el mejor concierto visto hasta ahora en el festival, pero visualmente, y con respecto a la respuesta del público, sí va a ser uno de los más destacados. Derrocharon salud musical y ganas de inmortalizar momentos con canciones ricas en detalles compositivos, más allá del inmensos abanico de instrumentos que manejan, algunos naturales, otros electrónicos. Oyéndolos uno solo puede pensar que esta es la música de nuestros días, y que por eso conecta irremediablemente con las masas. Lo cual puede confundir y hacer olvidar el hecho de que este hombre tiene un pasado. En fenómenos como el de M83 da rabia pensar que gran parte del público se ha dejado llevar por la moda: no se trata en absoluto de un hype, pero la edición de su último Cd ha sido, sin previo aviso, una despedida silenciosa y definitiva del viejo Anthony González. Y no es que me guste menos el nuevo, que siempre estuvo latente en el francés, pero lo que sí detesto es ver machar a mareas de gente una vez se ha interpretado Midnight City, el tema del año. Por lo menos fue la penúltima. De todas maneras, y pese a toda la casuística que acompaña siempre a este tipo de fenómenos socio-musicales, M83 hizo un conciertazo a la altura, hoy por hoy, de muy pocos.

Algo parecido podía ocurrir con The Rapture, pero en su caso el hit pertenece a una época en la que todavía no habían dado el pelotazo. La inocencia irreverente de Luke Jenner y compañía salió a paseo a eso de las dos y cuarto de la madrugada, y fue el espaldarazo que todos necesitábamos para combatir el cansancio. Abrieron con la canción que da título a su último trabajo, In The Grace Of Your Love (DFA/Modular, 2011), y desde ahí se fueron encaramando a los más alto de la fiesta que ellos mismos proponían con su música y su actitud. Con un Vito Roccoforte impresionante a la batería, y unos temas que destilan claridad y potencia energética de origen natural, los neoyorquinos se marcaron un concierto de 10. Siempre al borde del descontrol, pero pisando cada vez donde tenían que hacerlo; con Jenner tocando de esa forma tan suya de tocar la guitarra, como con las uñas, que transmite ganas de ser funky. A base de temas como Get Myself Into It, House Of Jealous Lovers, NeverDie Again, Sail Away o How Deep Is Your Love?, The Rapture nos convenció de que nuestro cansancio era solo una ilusión. 

Sonó, por supuesto, Echoes, el temazo de la serie Misfits, pero esta vez lo hizo engarzado a un todo y sumándose a una causa mayor. El concierto se colocó desde el principio a una altura que requería que todos los temas tuvieran un plus de contundencia, una percusión reforzada que nos elevase en volandas sobre nuestros pies. The Rapture es garantía de éxito hoy en día, pero con conciertos como el de ayer, en un festival, demuestran que se sienten más cómodos cuanto más tarde sea su hora de actuación. Tienen esa asombrosa capacidad de hacernos olvidar todo lo demás que nos queda aún por ver. Por lo tanto, al acabar su última canción, y la especie de sesión de super rock que se marcaron, muchos volvimos a la tierra, y el suelo volvió a arder. Era hora de marcharse, de renunciar a AraabMUZIK y descansar para la intensa jornada del sábado, que se antoja gloriosa. 

 Fotos de Pablo Luna Chao.