LOW. Barcelona, 27-03-2012.



Porcelana irrompible. Rindiéndole culto a Low.

Hay una cosa que no se debe hacer nunca: correr porque llegas tarde a un concierto de Low. El contraste puede matarte. Y no es que las pulsaciones de pronto se rebajen en picado por aburrimiento o por somnolencia, sino que la habilidad que tienen para controlar el tempo hace que todo parezca ir a cámara lenta, y hasta a los corazones les da tiempo a observar y a deleitarse con ellos entre latido y latido. Además, tienen también la asombrosa capacidad de ponerle música al silencio, de crearlo, practicarlo y manipularlo a partir de un sonido muy personal y característico que define a la perfección el concepto slowcore, por lo que se oían hasta los jadeos de quien había llegado tarde. Pero el trío de Minnesota, aunque parezca mentira, reserva toneladas de emoción y pasión bajo esa superficie calma y rendida a la quietud. Y aunque a estas alturas no tengan que venir a demostrar nada, ayer en la barcelonesa Sala Apolo expusieron sus sobresalientes credenciales.

Abrieron el concierto rindiéndose homenaje con Monkey y Silver Rider, dos de los temas más queridos de su álbum más apreciado, The Great Destroyer, y un largo escalofrío recorrió la sala. Cuando Alan Sparhawk empezó a susurrar las notas sentenciadas de la primera, antes incluso de que entrara la baqueta de bombo de Mimi Parker, todos intuimos que sería una noche especial. La fuerza, la delicadeza y la precisa profundidad que encierra el sonido de Low parecen como si una enorme y valiosísima vajilla de porcelana única estuviera en manos de un inmenso e hierático gigante de piedra. En seguida empezaron con la presentación de su último trabajo, C’mon, encadenando Nightingale y Try To Sleep: son banda de una sola capa, visceral y cruda,  casi minimalista, pero macerada a partes iguales en belleza y tristeza, donde el juego de voces del matrimonio Sparhawk-Parker puede recrear a su antojo ese relieve romántico que es a la vez tan sutil y tan drástico.

Con California cerraron el apartado The Graeat Destroyer, y poco después, con Witches, acabaron también las melodías abiertas de guitarra: tras el punteo y volviendo al sencillismo del arpegio, Sparhawk apagó el pedal de la distorsión de marejada, y le cedió el protagonismo a su mujer. Mimi Parker toca una batería sin bombo, pero golpea el timbal ahondando aún más allá. Especially Me es toda obra suya: la baqueta de escobilla, su voz potente, decidida y tranquila, la intensidad, bordada hasta el último detalle, y la tensión, mantenida hasta las últimas consecuencias, hicieron prescindible cualquier otro tipo de arreglo. Aún sin violines, el segundo escalofrío estaba asegurado. Difícil superar una primera parte así.

De hecho, la segunda mitad del concierto resultó algo menos emocionante. Aplanaron Sunflowers y Canada, presentándolas a una sola capa: esa que es cruda y que forman las voces, una guitarra de la que se oye sonar cada pelo de cada cuerda, una batería lenta y tenue, y un bajo continuo que siempre da la cara, ya sea en forma de teclado, o de bajo de toda la vida. Steve Garrington, el tercero en este trío, ganó protagonismo al piano cuando interpretaron You See Everything, pero el final del concierto estaba reservado a la versión más sigilosa e íntima de Low, por lo que Sparhawk y Parker volvieron a gestionar y a manipular el tiempo. Con Words, Shame y Murderer cerraron el espectáculo antes de la pausa, desatando gramos contados de energía desbocada: con Low siempre parece que mandan las mareas que hay bajo la superficie, como en el vasto océano, aún en una noche serena de luna llena.

Pero si uno se fija bien, y escucha atentamente canciones descomunales como Nothing But Heart, descubrirá que, aunque profunda, la capa de Low es líquida, cálida cuando no se hiela, y sobre todo transparente: incapacitados para el engaño, los de Minnesota repiten una frase hasta la extenuación, sin necesidad de estribillos y estrofas porque es así como han aprendido a expresarse. $20, tema con el que clausuraron el recital, tras un bis de dos canciones, fue el ejemplo perfecto. Sin espacio para trucos, poses, ni eyaculaciones musicales precoces, los señores de Low confían en la ebullición a fuego lento, en los sabores primarios y en el gusto por el detalle: no necesitan más que una frase, un arpegio o dos, y un ritmo básico y ancestral para construir temas incólumes que no se olvidan fácilmente.

El llenazo que registró ayer la Sala Apolo atestigua el aprecio especial que el público tiene por Low; por el valor que han demostrado siempre con su propuesta, por la humildad de su sonido, y por el perfeccionamiento técnico que han alcanzado, entre otras cosas. Porque una banda se convierte en grupo de culto cuando la escucha de sus discos y, sobre todo, de sus conciertos, adquiere algunas de las características de eso precisamente, de un culto espiritual. Llegará el día en el que el sacerdote de una religión aún no conocida ponga en la iglesia, a todo trapo, alguno de los discos de Low para cantar la misa a los creyentes. Y ese día, espero no tener que correr para llegar a tiempo.

Fotos de Pablo Luna Chao.


También disponible en Alta Fidelidad.

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