PAREDES DE COURA 2011. ENTRE ABEJAS Y CONCIERTOS.




23:35 (hora portuguesa) del sábado. Mientras los monumentales Mogwai nos deleitan con la que debe ser una de sus canciones favoritas, Mogwai fear Satan, en el momento de mayor emoción, durante el susurro que precede al último estallido, me sobrecogió una imagen: la de tres chiquillas preuniversitarias que, sentadas totalmente ajenas al concierto entre el público, no pararon de esgrimir risitas tontas entre conversación y conversación por el chat de sus Blackberries. No quiero creer que hablasen así entre ellas; y no quiero parecer elitista ni carca, pero fue el último síntoma que necesitaba ver para opinar que el Paredes de Coura es víctima de sus propias contradicciones. El precio sin competencia, el lúdico lugar donde acampan los asistentes, y las concesiones al gran público, desmerecieron en determinados momentos un festival que, por el cartel y la relación calidad – precio, podría estar entre los tres o cuatro mejores de la Península. Con todo, musicalmente hablando, fueron cuatro días de alegrías y calidades contrastadas.


MIÉRCOLES 17.

Pocos grupos estuvieron por debajo de mis expectativas, pero la primera decepción no tardó en llegar. Un extraño personaje sirio llamado Omar Souleyman había puesto a bailar al respetable, y el pop de pedigree de los Wild Beasts, que recogieron su testigo, no tuvo buena acogida. No supieron qué hacer con un público que, en realidad, esperaba a los Crystal Castles. Pero además, no sonaron nada bien, nada que ver con su actuación en el Día de la Música de Madrid. La voz se estrellaba contra un techo imaginario, las guitarras nunca fueron cristalinas y, en general, sonaron apelmazados e intranquilos. Una pena para quien no los conociera, porque no resultaron nada atractivos.

 De todas formas, la gran mayoría de los asistentes a la inauguración esperaban únicamente la aparición de la pareja Kath-Glass: los Crystal Castles. Centenares de capuchas sepultaron las cabezas del público, y los gritos desaforados y absurdamente bien escupidos de ella empezaron a sobrevolarlas. Tal vez el éxito de este dúo resida en ese sucio, extraño y extremo caparazón electrónico con que revisten su pop, inspirándose en la épica gélida de Boards of Canadá y Ratatat. Como última justificación para Wild Beasts, se oyó en los corrillos que claro, que el sonido de Crystal Castles es mucho menos complejo que el de los británicos, y por tanto, normal que sonaran tan mejor unos que otros. Totalmente de acuerdo, pero el caso es que Crystal Castles gustó, y Wild Beasts no: injusticias del directo.

Con el ánimo un poco torcido me fui a dormir, con la incongruencia de Wladimir Dynamo de fondo, sobre la inclinación excesiva de mi tienda, y bajo la incesante molestia de unos vecinos portugueses post-púber que, definitivamente, no tenían ni idea de quién tocaba allí. Menos mal que el día siguiente fue un constante in-crescendo de buenas sensaciones. En realidad, esperaba mucho más de los dos conciertos.

JUEVES 18.

Por suerte, dentro del recinto del festival todo funcionaba a las mil maravillas: comida, cerveza y Snappy (imitación no del todo mala de la Cocacola) a buen precio, puntualidad impecable, la no coincidencia de los conciertos, y los dos escenarios, que, aunque distintos, sonaban igualmente bien. La oferta del Palco Ritek, el más grande de los dos, me mantuvo allí clavado casi toda la tarde-noche. Crystal Stilts abrió de forma monolítica la sesión: sonaron oscuros, muy rockeros, de corte clásico al estilo de los ochenta; pero presentaron, más que un sonido crudo, que lo tienen, uno que pareció poco hecho. Siempre desconfío de los conciertos a plena luz, pero Twin Shadow, en cambio, sí me convenció. Me lo había perdido en el Primavera, pero aquí, enmarcado en un programa mucho menos recargado, no podía pasar inadvertido. George Lewis Jr. sacó su lado más rockero, dejando un poco de lado ese tipo de arreglos glamurosos que ahogaron la noche anterior a Wild Beasts. En el momento no tuve ninguna duda: era el primer gran concierto del festival. Lo que no sabía era que solo iba a ser el preludio del que fue, quizás, el mejor de todos.

Las cuatro californianas de Warpaint no saben cuántas espinas clavadas sacaron de la piel de sus primeros fans ibéricos. Porque la mía no fue una opinión aislada sobre su concierto en el Primavera. Este Palco Ritek, sin embargo, parecía hecho a la medida de su moldeadísimo sonido: canciones absolutamente llenas, cupulares; la densa sensación de una afilada tiniebla aterciopelada ciñéndose delicadamente sobre uno: el inquietante sonido de Warpaint, por fin, en todo su esplendor. Sabía que esta banda acabaría por dar el golpe, pero no imaginaba que Undertow terminaría convirtiéndose en el himno no-oficial del festival.

Los caprichos de la organización hicieron que el final coincidiera con el principio del de una banda que yo, al menos, considero casi como prima hermanastra de las Warpaint: Esben & the Witch. Descendientes ambas del deformado y definitivamente enterrado  trip-hop del Third de Portishead, los de Brighton asombraron con su concierto/ritual, y con esa puesta en escena que tanto agudiza los sentidos y las sensaciones. Fue el único momento en que abandoné el escenario principal. El trío Davies-Copeman-Fisher practica un postrock punzante, una aberración gótica de lo que un día fue la música de Bristol; una música apoyada en la rítmica tribal que marcan ellos mismos sobre un mísero timbal. Es espectacular ver a los tres, con las guitarras colgadas, aporreando timbal y platillo, en lo que más bien parece un aquelarre de brujas. Tocaron casi todo el Violent Cries, su primer trabajo, y acabaron, como es habitual, con la tormentosa Eumenides: un final apoteósico entre el postrock más ácido del planeta, y la electrónica más tribal y hechicera. Si en el disco resultan hipnóticos, en directo lo son realmente.

Así es como estuve a punto de olvidar que en el Palco Ritek se preparaba todo para Blonde Redhead, uno de los platos fuertes del festival. La banda de Kazu Makino y los gemelos Pace demostró toda su calidad en un concierto levemente centrado en sus dos últimos y aclamados trabajos: 23 y Penny Sparkle. No obstante, no faltaron canciones como Messenger, In Particular o Falling Man, de anteriores álbumes. Fluctuaron siempre entre su sonido original, inclinado hacia un rock áspero y de melancólica vocación, y su nueva faceta, ese sonido más lento y espacioso que caracteriza su último disco. 23 es la mezcla perfecta de esas dos tendencias, y en el Paredes de Coura demostraron que saben conjugarlas en concierto como quien lleva 15 años subido a un escenario. Entre el rock y el pop, dándole sentido al dichoso y colonizador término poprock, y elevando la calidad del mal llamado pop alternativo a niveles cercanos a Yo La Tengo, Pavement o The Magnetic Fields, pero en otra constelación distinta del cielo, los Blonde Redhead parecían capaces de controlar el tiempo. Personalmente, me quedo con su versión más potente, aquella que ponía a Amadeo de rodillas, punteando un líquido cremoso sobre la base de Spring And By Summer Fall, 23 y algunas otras.

Nada tuvo que ver con lo que seguía a continuación: pese a la grandilocuencia del sonido de los neoyorquinos (al menos la banda sí nació allí), su música resulta tremendamente intimista si la comparamos con el show de Jarvis Cocker. Pulp no deja nada a la imaginación, lo enseñan todo sin pudor alguno. La vuelta a los escenarios de esta ya mítica banda británica, tras casi una década de parón, es una de las mejores noticias del año. Reaparecieron en el Primavera, y aunque esta vez no fue un concierto tan grandioso, Cocker y compañía repasaron himno tras himno haciendo con el público lo que les dio la gana. Da la sensación de que este grupo no tiene fans, tiene fanáticos, devotos que bailan sin cesar tratando de seguir el ritmo del hiperactivo frontman, que ya gasta sus 47 años. Different Class sonó casi al completo, en un setlist que empezó con Do You Remember The First Times? y concluyó, cómo no, con Common People, entre personalizados y emocionantes agradecimientos a un público entusiasmado. This Is Hardcore, mi favorita, sonó como siempre la había imaginado.

VIERNES 19

Sin casi plantearnos ver a Delorean, salimos del recinto pronto para intentar descansar un poco esa noche. Cosa que, por cierto, fue del todo imposible. El día había sido intenso, y el tercero se antojaba, cuanto menos, largo y algo polémico; como de hecho resultó ser.

El viernes, de nuevo abonado al Palco Ritek, asistí al bombazo de relojería que fue el concierto de The Joy Formidable. En poco más de media hora, y sin tregua alguna, este trío galés nos enseñó algunas de las joyas de su arsenal, ese estruendoso discazo llamado The Big Roar. Los instrumentos parecían estar cargados con pólvora, y la violencia que mostraron, entre risas cómplices y las miradas de baby-killer de Ritzy, se tradujo en un hard-rock ligero, directo y brillante, perfectamente bien expuesto. Se empujaban, parecían cabrearse, luego sonreían otra vez, se subían Ritzy y Rhydian, el bajista, a aporrear la batería: toda una correría musical destinada a no permitir que los ánimos del público decayeran, algo que desde el principio me gustó de esta banda. En directo su vitalidad resulta aún más contagiosa, con estribillos que se te meten el cuerpo, que nos recuerdan al buen rock de los ’90. En este caso, poco importó que hubiera o no luz. A Heavy Abacus, Austere, The Greatest Lights Is The Greatest Shades, Cradle, I Don’t Want To See You Like This y Whirring bastaron para dejar boquiabieros a quienes aún no conocían a The Joy Formidable.

Un poco lo contrario es lo que pasó con …And You Know Us By The Trail of Dead: una banda a la que sus fans llaman ya solo Trail of Dead, en alusión no solo a la pérdida de integrantes, sino a la de un buen pedazo de su característico sonido. Lejos quedan los años del Source Tags & Codes. Los norteamericanos, con Conrad Keely a la cabeza lo dieron todo, sí; intercambiaron instrumentos, también; pero su sonido apenas sufrió ondulaciones. Demasiado stoner, demasiado plano y vertical. No deben ser lo que eran. Yo no los había escuchado en profundidad hasta hace unas semanas, pero desde luego su directo dista mucho de la calidad de sus discos. Abrieron como abren el Worlds Apart, y minutos después sonó, sin ese impulso épico del Cd, Will You Smile Again For Me. También creí reconocer So Dividied, e incluso I Was There That I Saw You, de su álbum más aclamado, pero nunca llenaron del todo la atmósfera con su música. De nuevo la luz del día, probablemente, aunque por desgracia no fue el único motivo.

Según iba cayendo la noche me iba sintiendo cada vez más tranquilo y esperanzado. De todas formas, era el turno de Battles, y por lo que pude comprobar entre el Primavera y el Paredes, este trío sabe adaptarse perfectamente a las condiciones de lugar, público y hora. Su extremada y geométrica contundencia resultó algo más light que en Barcelona, donde tocaron casi en el último turno. En general, el público ansiaba un repertorio centrado en su primer álbum, Mirrored, mucho mejor acogido que el recién editado Gloss Drop; pero no fue así. Reconozco que a mí el sonido de Battles me pone nervioso, pero reconozco también que fue uno de los mejores conciertos del festival: potente e inmaculado, como si les bastara con expresar una compleja pero directa fórmula matemática, para materializar una música  sin lugares muertos. El horror vacui que precedió al escapismo narcótico de Bradford Cox y compañía.

Deerhunter ya no sorprende a nadie: desde la publicación de su Cd, Halcyon Digest, y tras una gira que les ha traído varias veces a la Península en los últimos meses, los de Georgia han dejado de ser promesa para convertirse en toda una referencia en la escena indie. La personalidad de cada una de sus notas, de las texturas, de cada momento de evasión, de experimentación o de simple guitarreo, les hace inconfundibles. Ácidos, de una aspereza que, de tanto frotar, acaba por parecernos suave; solo un pero a tan tremendo concierto: apenas una hora pudimos saborear el cuidado shoegaze de Deerhunter. Nos preguntamos, en los corrillos posteriores, si la enfermedad de Cox (Síndome de Marfan) no le impedirá estar de pie tocando, y por extensión a la banda al completo, mucho más de una hora, hora y media. Nunca he podido ver más de ellos. En cualquier caso, no necesitan mucho más tiempo para introducirnos en sus laberintos de notas y distorsiones, a través de las infinitas capas de que se componen sus canciones. Es un placer verles divagar con guitarras tan bien afinadas, con mentes tan afiladas como la de Cox, que es, además, un excelente compositor. Desire Lines, de su último trabajo, Hazel St y, sobre todo, Nothing Ever Happened, sobresalieran precisamente por ese espacio al final reservado solo para planear rock: una sonora y concreta escapatoria mental. De hecho, en esa última, con la que además cerraron el concierto, fueron capaces de incrustar, una vez más, la pedazo de versión del Horses de Patti Smith, e incluso de acabar mezclándola con el apoteósico y reencontrado final.

Y hasta ahí la tercera noche en el Paredes de Coura. No quiero poner en duda la calidad y el buen gusto de la gente de Kings of Convenience; sí el de Marina & The Diamonds. Pero en ambos casos, desde luego la organización no acertó con la elección del horario. El problema lo vimos todos: atraer el viernes a cuanta más gente mejor, abriendo el abanico de estilo a algo que no encajaba con el resto del cartel, y que además gozó del privilegio del prime time. Esa noche, por tanto, era casi imposible caminar por el recinto.

Kings of Convenience es una pareja de cantautores noruega que recuerda instantáneamente a Simon y Garfunkel. Dieron un buen concierto, pero muchas de nuestras miradas ya estaban torcidas. Peor aún fue lo de Marina & The Diamonds. En los corrillos surgió espontánea la misma broma: “Marina, from Greece: ¡Two points!”. La mejor descripción de quienes cerraron la noche en el escenario principal. Lo peor es que me dejó ya sin ganas de ver Metronomy.

Resulta bastante evidente que el orden falló por completo. Kings of Convencience, Trail of Dead, The Joy Formidable, Deerhunter y Battles, sin Marina, habría estado mejor. Pero es solo una opinión, aunque ampliamente compartida.

SÁBADO 20

El último día de festival decidí endurecer mi selección. Las fuerzas iban faltando y los oídos empezaban a saturarse. Me marqué como único objetivo serio ver a Mogwai, una vez más; a los demás iría según me llevase la marea de mi compañía. Así es como vi a Kurt Vile, a esa especie de Bruce Springsteen de Matador pasado por la batidora del grunge, ondear la guitarra y su melena, en un buen concierto de club a las 19h de la tarde, muy bien adaptado al escenario pequeño. De esos de los que sales, en mi caso al menos, con un nombre más apuntado en la libreta.

La sorpresa del día fue la confirmación del rumor que se venía extendiendo desde el jueves: Summer Camp había sustituido a Jamaica el día anterior, y el sábado Maika Makovski haría lo propio con Foster The People. La mallorquina tocó en el escenario grande para un reducido número de incondicionales españoles, y para muchos curiosos cansados que, sentados en el cómodo anfiteatro natural del Ritek, aprovechaban para cenar e ir cogiendo sitio para Two Door Cinema Club. Valiente, pero bastante empequeñecida, Maika demostró una vez más que hay pocos artistas españoles que pronuncien un inglés tan bueno como el suyo; también demostró tablas, pero muchos sabemos que esta amante del cuero es de distancias cortas.

No soporté mucho a Two Door Cinema Club, la verdad. En directo corroboré la opinión que me hice de ellos tras escuchar más veces de las debidas su Tourist History: me parecen horteras, simples y facilones. Demasiadas veces aparecen grupos así, que se saltan los pasos, que se cuelan en la fila del éxito, y alcanzan gran notoriedad con casi nada. Hicieron un electropop de corte adolescente que me aburrió y me abrió el apetito. En realidad fue una excusa: mi cuerpo es sabio y trató de sacarme de allí.

Llegué a No Age pensando ya en Mogwai. Dos conciertos absolutamente distintos, pero igualmente estimulantes, cada uno a su manera. Los californianos son una de las últimas apuestas de Sub Pop: un mano a mano entre guitarra y batería, cada cual más enmarañada y contundente, que encendió sin contemplaciones el ánimo del público. Se vieron pogos, cuerpos llevados en volandas hacia el foso, y se respiraba adrenalina y buenas dosis de desahogo. Terapia muscular y gutural para afrontar la experiencia Mogwai.

Afronté mi cuarto concierto de Mogwai envidiando a aquellos de mis amigos que les iban a ver por primera vez. Se emocionaron, a mí me contagió la tierra su temblor y, al final, lo disfruté como si para mí también fuese la primera vez. Porque el salto de calidad que han dado los escoceses en los últimos 4 o 5 años es espectacular. Siempre tuvieron un buen directo; aunque claro, también hacían enormes discos. Pero es que ahora, graben lo que graben, su directo parece capaz de sentar al mundo entero frente a ellos, parece abrazar a todo el que se acerca. Incluso viéndolos desde lejos, da la sensación de que su sonido cabe solo en una de esas inmensas catedrales góticas (de cortinas a medio descorrer); un sonido que parece apoyarse en incólumes pilares de mármol pulido y oscuro.

Hasta I’m Jim Morrison, I’m Dead, la tercera canción, me parecieron algo fríos; e incluso vi menos contraste en su claroscuro, menos impulso en sus cambios de intensidad. También se me hizo algo corto, o al menos sí que eché San Pedro, y más canciones antiguas. No obstante, el setlist dibujó una evolución bastante sobrecogedora. Presentaron casi todo su último Cd, además de un par del penúltimo, Hunted By A Freak y Killing All The Files del Happy Songs For Happy People, y una que casi nunca falta, Mogwai Fear Satan: donde se ha de estar en silencio. Aunque no acabaran con este tema, suena a final desde el principio: quedaban aún, por lo menos, 20 minutos, pero le dije a mi colega: “Prepárate, que con esta acaban”. Y claro que se emocionó, y a mí se me ponían los pelos de punta. Fue una obra maestra de coordinación: es el termómetro de Mogwai. Definitivamente, son ya uno más de entre los más grandes: uno de los sonidos más importantes del rock de los últimos 20 años.

Después del explosivo postrock de los escoceses, di por concluido el festival. Mis oídos sí que temblaban con la idea de escuchar a Death From Above 1979, pero al final no pude renunciar a un último directo. La reencontrada pareja Keeler-Grainger se mostró pletórica, incombustible y algo subidita. Puedo entender su prematura separación, con tan solo un disco editado: soportarse mutuamente debe ser tarea complicada. De todas formas, ese Yo’re Woman, I’m A Machine les ha bastado para construir un directo completo y, por otra parte, muy esperado. Y aquí sí que hubo pogos; hasta vi salir a un tío en camilla al finalizar el concierto. Fue como revivir No Age, pero a lo bestia, y con melodías más horteras y desvariadas. El apego que estos chicos le tienen al rock es por simple camuflaje, por mucho que se conocieran en un concierto de Sonic Youth.

Lamento no haber visto a Linda Martini, porque sonaban bien desde el río. Por cierto que por él navegó y se paseó Erland Øye, el de los Kings of Convencience. Lo curioso es que pocos le reconocieron. No sé si debido a que la mayoría no habíamos ido hasta Portugal para verlos a ellos, o porque directamente la mayoría no sabía ni quién tocaba. Como ya he dicho, el Paredes de Coura es, por cartel y relación calidad precio, uno de los mejores festivales de la Península, pero también hay que decir que tiene margen de mejora en determinados apartados. Aún así, en lo importante cumplió: le regaló a nuestra memoria grandes conciertos, e inolvidables momentos. 


INTERPOL




Creo que ha llegado el momento de enfrentarme a Interpol, de describir esta extraña relación de amor-odio que tengo con los de New York. Los vengo siguiendo prácticamente desde el principio: desde la edición de su primer y, hasta ahora, insuperado disco TURN ON THE BRIGHT LIGHTS. Cada vez me gustaban menos, hasta que el pasado año, con la publicación de Interpol, su cuarto Cd, casi me desmarqué definitivamente de ellos (la prueba la tenéis en mi post de The National). Mi opinión sobre ellos iba paralela a la que tenía sobre Dexter: 1ª entrega sobresaliente, 2ª aprobada por los pelos, y 3ª muy por debajo del nivel. La 4ª de Dexter superó incluso a la primera, pero a Interpol ya los daba por perdidos. Por fortuna, aposté por verles en el Primavera Sound, y resultaron ser los que más me gustaron. Conscientes del decaimiento compositivo que sufren, preparan un directo basado en sus grandes éxitos, que son muchos, pero antiguos (que no anticuados). Es vivir, y bien, de las rentas. Su concierto ha provocado en mí un nuevo brote de enamoramiento; y, cómo no, he vuelto a su increíble ópera prima.
TURN ON THE BRIGHT LIGHT salió a las calles el 19 de Agosto de 2002 con el sello de Matador Records. Llegó alto en las listas, sobre todo en el Reino Unido, de donde heredan claramente su sonido, y tuvo una acogida espléndida entre la crítica y el público. Casi una década más tarde, todavía oímos la ruptura del plástico de envolver antes de empezar a escucharlo. Es una música inconfundible, pero suspendida en el tiempo: por este disco no pasan los años; y si lo hacen, solo consiguen mejorarlo. Es un álbum redondo, con vida propia, profundo y oscuro, pero luminoso y bello; un disco en el que todas las canciones parecen la misma (si te gusta una, te gustan todas), o cada una, pequeños fragmentos de un todo enormemente coherente; TURN ON THE BRIGHT LIGHTS es la definición categórica del estilo de Interpol. Cada tema, de todas formas, tiene algo especial: una marca inconfundible que enriquece el preciso canon que proponen sin desvío durante toda la obra.

Porque aunque sea una banda norteamericana, se nota muchísimo que Paul Banks y Daniel Kessler, los dos integrantes más notorios, son británicos. De los 11 temas hay solo cuatro que podríamos considerar lentos, y tan solo NYC se libra de ese ritmo métrico cuadriculado, tan británico. Siempre hay un 1x1 de base en Interpol, y eso, en los otros 7 temas, más cañeros, resulta el trampolín perfecto para unos rasgueos de guitarra igualmente directos. Porque además Interpol combina algo realmente difícil de conjugar: la contundencia instrumental con la honesta declamación de una retahíla de sentimientos puros, con el traslucir sincero y opaco de un intimismo de puertas abiertas.

TURN ON THE BRIGHT LIGHTS está vivo porque su transcurrir marca el ritmo del ciclo hacia la muerte. El principio suena a principio, a despertar, a cimientos que se desdibujan cada año un poco más. Untitled es como esos primeros pasos, inseguros y torpes, que damos al nacer, quién sabe en qué dirección. Lenta y profunda, con acampanadas guitarras de lluvia fina, y apenas bitónica, se desvanece ante la fuerza básica, casi infantil de Obstacle 1. Una pareja de rasgueos a cuadros inauguran el tema, y un porrazo de batería abre definitivamente el disco al cielo abierto. Con este tema los Interpol parecen dispuestos absolutamente a todo. Uno de los 3 o 4 mejores temas de la banda. Banks más que cantar, expresa: expira una voz quejosa, que las guitarras y la batería, en procesión de bofetones al galope, elevan como a un importante portaestandartes.

Durante años mi canción favorita fue NYC. Es la más extraña y distinta de todo el álbum, y tiene ese aire envolvente y cálido de tranquila introspección de Lost in Translation, que la hace absolutamente mágica. Es como mirar el invierno a través de una ventana empañada por el hielo y la lluvia; como echar unas gotas a una acuarela para diluir la imagen hacia reinos oníricos. Pero en este nuevo brote me centro más en el Interpol de cuerda fija. Pda es como ese caminar seguro de los jóvenes que completan con éxito y decisión el difícil puente entre la adolescencia y la juventud; como saliendo de un extraño trance de confusión, los Interpol ya saben a dónde se dirigen: hacia un poprock de herencia punk británica que siempre mira hacia adelante. Porque el futuro también puede producir nostalgia. Ese último minuto es como un viaje en autobús, de noche, hacia una nueva ciudad que nos acoja. Dejándolo todo atrás.

La parte central de Cd suena, de hecho, a punto medio. Say Hello To The Angel, Hands Away, la penúltima y acristalada pausa antes del largo desenlace, y Obstacle 2 son lo más neutro y convencional del disco. Suenan mucho a Interpol, prestándose a formar parte del paradigma, pero ceden su personalidad a la común del disco: son algo menos especiales. Pero en seguida, como cortada por otro rasero nuevo, alterada por un leve matiz de texturas y grano, aparece Stella. Es el principio del fin.

Porque el final, en TURN ON THE BRIGHT LIGHT, suena intensamente a final. Es alucinante. Es lo opuesto a la sólita estafa del cine romanticón de Hollywood: la nostalgia de la música no es un simple truquito para la lágrima fácil; en Interpol va primero el sonido, y luego nuestra imaginación crea la imagen de despedida, de ahogo en el olvido, de final irrevocable. Esa sensación empieza en las estrofas de Stella (que nunca oiré en directo, me temo), y de la un toque increíble al último bloque del Cd; pero, sobre todo, le da vida propia al álbum entero. Al final es una canción como las otras, pero con más grano, con un ligero aumento: es lo mismo pero con una cámara que recoge hasta las arrugas de sus caras, hasta la textura del surco de sus llantos.

Stella es quizá el mejor ejemplo de otra característica que hace irresistible el sonido de Interpol, detalle que se acentúa a medida que avanza el Cd. La obsesión de la banda es notable: no hay mucha lírica en sus composiciones, pero sí mucha repetición, mucho pasar mil veces por el mismo sitio, hasta crear un camino, aunque éste sea en círculo. La insistencia es la mejor arma de este grupo, quizá por eso ahora bordan los directos, pero están secos de líquido fresco: aceptaría que sacaran un disco cada tres años con tal de que lo rodaran tan bien como hicieron con el primero.

En Roland parece que no están dispuestos a dejarnos, hasta que llega ese punteo repetitivo, aferrado al calvo ardiente que es la vida. Nunca antes habían subido tan alto, y el descenso ya suena a final de etapa. Aunque constantemente esgrimen cosas nuevas, se va anunciando lo que en The New es ya inminente. Ésta, de todas formas, contiene los últimos estertores de juventud de un hombre que agoniza, orgulloso, mientras recuerda el ritmo implacable sobre el que cabalgó durante toda su vida. Puro diálogo entre bajo y guitarristas. Una lucha interna que nos prepara para aceptar con calma y paz el inevitable final.

Liet Erikson se supone que fue el primer europeo que vio América, hace ahora mil años. Un nuevo mundo desde el hielo, desde la muerte: un nuevo comienzo, que solo es posible mediante un previo final.

TURN ON THE BRIGHT LIGHTS acaba posándose con la dulzura digna de quien ha vivido fiel a sus principios. Poco hay de esos valores musicales en el resto de su discografía, pese a pequeñas y aisladas excepciones (sobre todo en el Antics, su 2º trabajo). Personalmente opino que han perdido casi toda la fuerza, frescura y sinceridad que rebosaba en este primer álbum, pero es normal porque la calidad compositiva se desbordó sin remedio aquí. Por fortuna, como ya he dicho, creo que son muy conscientes de que viven de unas rentas que, por méritos propios, les son suficiente argumento para llenar, emocionar e impresionar a estadios enteros. Desde luego, a mí me basta con este disco para que sigan gustándome otros diez años por lo menos.



DEERHUNTER




Deerhunter tiene algo. No sé qué es; y seguramente, por muchos esfuerzos que haga, nunca llegaré a entenderlo exactamente. Pero hay algo indescifrable en su sonido, algo subliminal que se esconde tras las cortinas armónicas de guitarras y voces semi enterradas. Un extraordinario secreto, casi imperceptible, que es, sin embargo, el ingrediente oculto que altera toda la fórmula, el aliciente, el polvo mágico que transforma el agua en vino: el detalle sin el cual esta banda sería, simplemente, otra más.

Por eso, con Deerhunter no vale solo la primera impresión, ni la segunda, ni la tercera. Es un continuo redescubrimiento, una excavación arqueológica sin fin, en la que siempre nos parecerá que es en la próxima escucha, en el próximo estrato, un poco más profundo aún, donde hallaremos el secreto deslumbrante del sonido de esta banda. Un secreto bien guardado, que hace que sigamos escarbando, una y otra vez, sobre las muchísimas capas de que se compone su música. No sé si algún día llegaré tan abajo, pero el profundizar es siempre delicioso, y espero no alcanzar nunca el subsuelo. Una referencia: Troya apareció en el estrato 6-b, así que aún debe quedarme Deerhunter para rato.



Es difícil restringir a un solo disco el comentario sobre Deerhunter: las fronteras de esta banda son tan difusas como coherente es el conjunto de su trabajo. En mi memoria se solapan los Cds formando un paisaje completo, un inmenso planeta vírgen que espera ser surcado siempre como si fuese la primera vez. Pero de un tiempo a esta parte he sentido especial atracción por el MICROCASTLE, con un particular enamoramiento por Never Stops, que se produjo en Barcelona, cuando el Primavera, sin necesidad de haber ido a su concierto (elegí Explosions, como sabréis). Que sirva de ejemplo para un intento de aproximación y descripción.

Habría que decir que Deerhunter son de Atlanta, Georgia, que han editado 5 álbumes de estudio, y que lo han hecho con Kranky Records en EEUU y con 4AD en Europa. Que su valoración está, hoy en día, en alza, y que es uno de los grupos más admirados, importantes y representativos del momento en la escena independiente. Practican un indie cargado de la electricidad estática del shoegaze, y de una experimentación intermitente; un rock desgastado, creativo y original, a medio camino entre el pop y el grunge. Liderados por Bradford Cox, los Deerhunter no tienen un disco igual a otro: trabajan a diario su sonido, y siempre podremos esperar de ellos cosas nuevas. De hecho, nada más sacar el MICROCASTLE, editaron también el Weird Era Cont., como desmarcándose de su propio sonido, como huyendo de su propia sombra. De evolución impredecible, se podría decir que cada vez son más concretos.

De todas formas, MICROCASTLE se sigue componiendo de una infinidad de capas ambientales, y un puñado de momentos, de fraseos concretos y contundencia estructural, que marcan el pulso del Cd entero: saben controlar la evolución de la intensidad de su produco mejor que nadie. Cover Me, Agoraphobia y Never Stops en una primera pulsión; un largo interfaz acristalado que tiene en Green Jacket su clímax; y Nothing Ever Happened, que desata una segunda pulsión que eleva el ambiente creado y alimentado durante todo el Cd, a nivels ionosféricos. Un planeo sin altercados que va diluyéndose y aterrizándose, lentamente, sobre las verdes colinas vírgenes del universo compositivo conjunto de este cuarteo norteamericano.

Es difícil penetrar en su sonido, porque es como observarse fijamente en un espejo: una tarea difícil que al poco rato nos hará apartar la mirada. El reflejo real es la imagen más aterradora. Deerhunter, que parece el sincero ejercicio de expresión de la introspección de Cox, es también la banda sonora de nuestra propia imposición rítmica, la traducción del tira y afloja interno que cada uno de nosotros sufrimos en la vida: la materialización de la dialéctica muscular del corazón humano. Aprietan y aflojan; dilatan y contraen. destruyen y crean.


MANEL. Ibiza, 7-8-2011.



La coraza folk de Manel.

Creo que últimamente mi suerte está cambiando. He empezado en un trabajo estupendo, donde me siento cómodo y valorado; después me comunican que por obras en la oficina, tenemos dos semanas de vacaciones en pleno agosto. Me vuelvo a Ibiza. Y luego resulta que el día siguiente a mi llegada a la isla, tocan los Manel en la capital, gratis, por motivo de las fiestas patronales. Todos coinciden en que es uno de los grupos del momento, pero yo aún no había tenido ocasión de verlos, y casi ni de escucharlos. Así surgió la ocasión perfecta, en el ibicenco Parque Reina Sofía, pese a las deficitarias infraestructuras de sonido. La ocasión de corroborar, y de tratar de explicar por qué el fenómeno Manel está siendo lo que es.

El concierto se celebró el domingo 7, a las diez de la noche. El Parque se encuentra al pie de los baluartes (construcción defensiva militar) que presiden la capital de la isla pitiusa. Un sitio bonito, entre murallas y árboles, donde es complicado enclavar un escenario decente. Los grupos locales 4 de Copes y Quin Delibat! abrieron el apetito de los adolescentes, niños y familias que, finalmente, fueron también mayoría en Manel. Todo con retraso, problemas técnicos, ¿Pero qué le vas a pedir a un concierto gratuito en pleno viaje a Ibiza? Poco antes de la medianoche, por fin, subieron los catalanes al escenario, y a partir de entonces todo tuvo un poco más de aspecto de concierto serio y de verdad. Sin desmerecer a los teloneros: el problema fue siempre el apartado técnico.

Pero Manel, más que una armadura, lo que tienen es una coraza de sonido por piel, capaz de hacerles funcionar musicalmente de manera asombrosamente eficaz, al margen de cualquier tipo de mediación técnica y de producción. La explicación de que un grupo del caché de Manel toque gratis es, precisamente, que en esas condiciones no pueden asegurar dar un buen concierto. No obstante, la actuación estuvo muy por encima de las circunstancias: su valor quedó muy por encima de los cero euros que pagamos. Su sonido, pese a las condiciones, resultó muy compacto y sólido; directo, claro y preciso. Sus pieles exhumaron folk a raudales, pero delicadamente mezclado con hilillos de pop, levemente amplificados, seguramente en congruencia con el público que allí nos congregábamos. Sonaron especialmente bien 'Al mar!', 'En La Que El Bernat Se’t Troba', 'Boomerang', 'La Canço Del Soldadet', y nos deleitaron con su versión de 'Common People', de Pulp.

Ésta última nos cayó de sorpresa a quienes no conocemos la obra de Manel al completo: un regalo al oído que nació de uno de los múltiples monólogos con los que Guillem Gilbert, cantante y guitarrista clásico, presentó al resto de la banda. Entre canción y canción nos cuenta una historia, una anécdota relativa a cada uno de los demás, con esa forma de hablar, de contar cosas que tienen los catalanes: sarcástica, irónica, explicativa y autocrítica; entre la monotonía casi binaria de Eugenio, y el ritmo atropellado y ramificante propio de Buenafuente. En realidad, da la sensación de que también cada canción es, en el fondo, una historia cantada, una narración acompañada de música. Definitivamente, en Manel, la oralidad resulta un tema clave para entender qué son y por qué suenan como suenan.

El fenómeno neofolk, extendido últimamente por todo el mundo, se basa en unos músicos jóvenes que descubren las raíces musicales de su tierra, no desde una limitación de horizontes, no como su única opción, no como una repetición casposa de la única tradición cultural que han podido ver; sino al revés: una vez explorada toda la oferta musical, vuelven a sus tierras y redescubren su propia cultura, su propia tradición musical. Pero no desde dentro, sino desde fuera, como una elección, no como una obligación, o una inercia cultural obsoleta. La elección de Fleet Foxes, de Iron & Wine, de Caléxico, o la de los propios Manel, no significa un cerrojazo ultranacionalita excluyente y reivindicativo del volkgeist de cada una desus regiones de origen; sino una nueva mirada a esa tradición particular de cada uno, con el bagaje y la riqueza que aporta la observación de lo ajeno, y el dejarse empapar por determinadas influencias. Manel hace folk catalán, pero es así de atractivo porque se nota que han escuchado mucho a Belle & Sebastian, a los propios Pulp, y a los grandes grupos angloamericanos de pop de los ‘80-’90. El neofok es, por tanto, uno de los primeros y más fascinantes fenómenos culturales que ha provocado la globalización y el acceso libre al contenido cultural de cualquier lugar del planeta.

En el caso concreto de Manel, al margen de la decoración pop que se respira en muchas de sus canciones, bebe directamente de unas tradiciones completamente reconocibles; renovadas, refrescadas, redecoradas, como decía, con delicados hilillos de pop de ascendencia glam. La vocación oral de la banda, encarnada casi exclusivamente en Gilbert, resulta fundamental. Los monólogos, la forma de contar, la importancia de esos momentos entre canción y canción, así como su sonido al completo, nos remiten a una forma de oralidad que no solo es tradición catalana, francesa o española, sino europea en general, datada cuanto menos del Medievo. Nos conecta inmediatamente con el viejo concepto de juglar, con el cantar de gesta en verso, el cuento cantado; nos remite a la chanson francesa, a la narración acompañada de música, al trovador medieval, pero desde la estricta contemporaneidad.

Otra característica en común de los grupos neofolk del mundo entero, es que parece que han completado el conocimiento de todos los instrumentos modernos, y por tanto, al volver a la música patria, vuelven también a redescubrir los instrumentos locales tradicionales. La instrumentalización es clave en el fenómeno neofolk: la antítesis del otro gran fenómeno musical de las últimas décadas, la música electrónica. Pero alejados de esos dos extremos, Manel hace un popfolk con claro aire mediterráneo y vocación trovadoresca, resultado de beber tanto de la música contemporánea como de esas raíces culturales que mencionaba antes. Un folk que no necesita más que los instrumentos convencionales del poprock, y una buena dosis de autenticidad, para dejar claras cuáles son las particularidades de un músico catalán que, aun habiendo escuchado música de todas partes, se ha dejado empapar por sus propias tradiciones culturales.

Un concierto notable, dadas las circunstancias, pero desde luego para mí ha sido la pista que necesitaba para empezar una profunda investigación auditiva de esta banda de la que tanto se habla. Manel tiene contenido: no es solo ese sonido aparentemente sencillo, rural y casi bucólico; es una amalgama musical interesantísima que, gracias a Dios, ha gustado también a las mayorías.

Fotografías de Pablo Luna Chao.